Cuando se desencadena una tragedia doméstica, se descompone la plancha, el timbre no suena así que el diariero se va sin dejarnos La Capital de hoy, saltan los tapones de la luz y no nos animamos a meter la mano en la caja; en fin, cuando la vida se pone áspera e incomprensible, una se hace dos reflexiones. Una: que más que seguro esto es una epidemia y enseguida se va a descomponer la heladera o va a salir agua sucia de las rejillas del patio o algo así de espantoso que necesita el auxilio de los que saben de la materia. Dos: que cómo habrá sido el mundo antes de que la tecnología inundara nuestras vidas con comodidades, dramas, comedias, películas musicales, etcétera. De lo primero ya sabemos: vamos a empezar a llamar al señor dedicado a la electricidad, a los caños, a la comunicación, a lo que sea, hasta conseguir, alguna vez, que se apiade de nosotras y que venga, por favor, que venga.
Y eso es interesante, no me diga que no, eso de cómo habrá sido el mundo. Yo tengo edad suficiente y usted también, confiéselo, como para saber qué tal era el mundo antes de la televisión (y pensándolo bien, era mucho más agradable, allá cuando no había rubias
idiotas en la pantalla o, peor, señores que prometen cosas sabiendo todos, ellos y nosotros, que jamás van a cumplir) pero no tengo, claro que no, la suficiente como para saber qué tal se estaba en este mundo cuando todavía no había nacido
el señor Graham Bell o qué pasaba por las cabezas de las gentes cuando el señor Ford estaba aún en pañales y berreaba como cualquier bebé cuando la panza le reclama la mamadera.
Un estremecimiento de horror nos recorre la espalda. Pero pensándolo bien, no es para asustarse. El mundo tenía sus encantos. Cuando
no había correo electrónico, yo escribía cartas. Muchas cartas por día, y eso era un buen ejercicio de la letra y de la amistad pero también era una molestia.
Y en la próxima le cuento lo que pasaba a la puerta de mi casa cuando aún no había leche pasteurizada. Usted espéreme.