El grupo Krapp desenrolló en el CCK su última cinta: Réquiem. Es en el marco de la IV Bienal de Performance, lo cual les viene al dedillo para ya no dar más definiciones engorrosas. ¿Es danza lo que hacen? ¿Es reflexión en movimiento? ¿Es un concierto? Yo creo que es un réquiem, el que la compañía (como Mozart en la lona) toca para su director, Luis Biasotto, que murió en la pandemia hace unos meses, dejándonos a todos un vacío enorme. La obra es el intento de mostrar la dimensión de ese vacío, quizás sintetizada con la fuerza más arrolladora cuando Luciana Acuña baila un dúo que hacía con él y está sola en escena.
Me rindo ante estas obras que abren brechas en las definiciones tradicionales de teatro y otras cosas, como por ejemplo: alma. Krapp arma a toda prisa un gesto ritual (ni una obra, ni una performance, ni un concierto, ni una misa) que excede lo teatral para volver sobre uno de los puntos ciegos de nuestras sociedades alienadas, desnaturalizadas: ¿qué hacemos con los muertos? ¿Cómo los soñamos? ¿Cómo nos sueñan?
Los Krapps han puesto una bomba en el corazón de cada una de sus piezas anteriores para luego construir algo así como un muñeco de nieve con esas esquirlas derretidas en los albores del verano. Es una perspectiva interesante para cualquier artista urgido, sin tiempo para procesar racionalmente lo que de todos modos nadie sabe procesar de manera definitiva. No se trata de una retrospectiva (donde siempre se busca poner en pie lo que ha quedado en el pasado) sino que es la mirada crítica, festiva, impiadosa sobre lo que se ha hecho con un ser querido que ya no está. El experimento de ausencia no tiene explicación, porque en Réquiem, Luis Biasotto está más que nunca. Es la misma mirada con la que abrazamos la infancia y sus temores, sus maravillas, su distancia.
Hablar con Luis de aquello que hacía era difícil. De hecho, la crítica (erudita o analfabeta) no lograba hablar su mismo idioma. Luis no pensaba del mismo modo que otras personas que piensan. Pensaba con todo el cuerpo. Si no se ponía en movimiento, las ideas no se le ocurrían. Tampoco podía defenderlas luego muy racionalmente; se erigía en escena como ejemplo, como un titán, como un tótem cordobés. Esbozaba el tiempo y el espacio sólo cuando sus músculos lo ocupaban. De allí el gran interés que despierta espiar en los ensayos de sus piezas, esos videos facetados por Alejo Moguillansky que recogen los lados B, C y D del artista. Esta obra se parece a una investigación antropológica en la que el científico, en vez de hurgar en comunidades extraviadas del Amazonas, se volcara sobre el corazón de un grupo ultra independiente, autoorganizado alrededor de un sistema vital, caótico y en permanente expansión. En ese sentido, la muerte de Luis viene a señalar más de un absurdo. Habitar ese absurdo es la misión de estos espectadores contemporáneos que somos todos.