Juanita León publicó el libro en agosto de 2005, pero podría haberlo hecho esta semana: muy poco ha cambiado en Colombia.
Comenzó a cubrir el conflicto armado de su país en 1998, primero para el diario El Tiempo y luego para la revista Semana. Recorrió Colombia por suelo y por agua, misión de riesgo debido a la guerra territorial que libran desde hace décadas el Estado, la guerrilla y los paramilitares. Como periodista, podía caberle la misma suerte que a cualquiera que se aventurara por esas increíbles bellezas naturales: la emboscada, el secuestro, la muerte.
Su mayor interés eran los civiles desarmados, que habían quedado atrapados por el conflicto. Ellos son los protagonistas de País de plomo, una recopilación aumentada de sus crónicas, que en 2006 ganó en Berlín uno de los premios Lettre Ulysses al mejor reportaje literario del mundo.
En él se despliega el gran drama colombiano, simple y terrible. “El conflicto colombiano es más sencillo de lo que suelen revelar los informes periodísticos”, explica allí (…)No es el odio, ni las ideas y a veces ni la codicia: el motor de esta guerra heredada de generación en generación es la falta de imaginación y de oportunidades. Por eso abundan los traidores. Nadie aspira a ganarla”.
Esta semana, luego del fracaso de Año Nuevo en Villavicencio, le escribí para saber si su visión había cambiado. Contestó enseguida: “El sufrimiento de las víctimas de los secuestros políticos en Colombia es cada vez más grande, y nuevamente son burladas por los poderosos. Así siempre es el conflicto en Colombia: las víctimas civiles en la mitad, sin ningún poder, sin ningún verdadero interlocutor”. Y, para explicarse, me envió un capítulo que no llegó a incluir en su libro pero que aspira a sumar en una próxima versión.
“El secuestro siempre ha existido en Colombia”, aclara allí. Su primera víctima registrada fue el Zaque Quemuenchatocha, un cacique indígena, y su victimario el conquistador Gonzalo Jiménez de Quesada, fundador de Bogotá. Cuando los indígenas pagaron un caro rescate en oro y esmeraldas, el español les devolvió el cadáver torturado de Quemuenchatocha.
El secuestro moderno, sin embargo, fue una exportación argentina: “Siguiendo el ejemplo de los Montoneros en Argentina y los Tupamaros en Uruguay, la guerrilla del M-19 estrenó en 1976 el secuestro como táctica de guerra en Colombia”. Luego, los narcotraficantes Pablo Escobar, Gonzalo Rodríguez Gacha y los hermanos Ochoa “recurrieron al secuestro de personalidades para evitar ser extraditados a Estados Unidos”.
Pero fueron las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC) y el Ejército de Liberación Nacional (ELN) quienes lo convirtieron en industria. Tornaron cotidianas las “pescas milagrosas” (secuestros al azar por el precio del rescate, poco o mucho) y el secuestro de policías, soldados y políticos para canjear por guerrilleros presos. Esto les valió la pérdida de la poca credibilidad de que aún gozaban entre las clases medias y bajas, apunta León, porque familiares y amigos comenzaron a figurar entre los secuestrados.
Los últimos en incorporarlo fueron los paramilitares. Y con ello, según las últimas estadísticas oficiales, 23.256 personas fueron secuestradas, por unos u otros, en la última década en Colombia.
Sin respuesta o ayuda del Estado, los familiares que contaban con recursos debieron ocuparse personalmente de los rescates (de los demás, nadie se ocupaba).
En abril de 1999, el ELN secuestró un avión con 41 pasajeros. En los meses siguientes, los familiares hicieron once viajes a lomo de mula y a pie por el monte para negociar con el comando central de la guerrilla, apelaron a la comunidad internacional, hicieron marchas y, cuando uno de los secuestrados murió de un paro cardíaco en reclusión, se desesperaron. La hermana de otro secuestrado llamó a León a la redacción de El Tiempo: iban a, a su vez, secuestrar un avión para llamar la atención del gobierno y querían que los acompañara, como garante. León se negó y el plan no llegó a concretarse.
De quienes, tras el pago de rescates, fueron liberados, León oyó relatos desgarradores. “Me trataron como a un perro”, era una frase repetida. Encontró también que el secuestro se había convertido en, tal vez, el único momento de iluminación social para los más ricos, que descubrían por primera vez a niños paridos en el barro y miradas de un odio profundo.
La conclusión de la autora, entonces y también ahora, después de la fallida gestión de Chávez, incursión de Kirchner e intromisión de Uribe, es una: “Yo creo que los secuestrados terminarán muriendo en la selva. Es como siempre acaban todas nuestras tragedias. Si pueden salir mal, salen peor”.