He tenido que explicar cien veces a amigos italianos (para quienes Palermo es otra cosa) los complicados matices entre los Palermos: del Soho al Hollywood clásico o al Viejo, pasando por el Green, que es –me parece– algo de Almagro, o el Palermo Dead, otrora apenas Chacarita.
Listo: todo parece ser Palermo. ¿Nunca una reunión es en Congreso, una filmación en Boedo? Todo se ha fugado hacia Palermo. Una rejilla. Es ese punto blanco que se chupa la imagen del televisor cuando se desenchufa el cable de un tirón.
El progre piensa que Palermo es apenas una torva instancia inmobiliaria, pero el problema es más ontológico. Reunirse en Palermo o cortar la calle para grabar allí una novela son maneras de hacer visible un ideal, de palermizar la ciudad, de poner una valla a cierta altura y reclamar que los demás barrios traten de empardar. ¿Se funda allí mi encono? ¿Sólo por eso me gusta buscar la trampa?
Que sus restaurantes cobran más de lo que ofrecen, que es imposible estacionar, que no tiene subtes ni colectivos razonables sólo para impedir la entrada del foráneo... Más original es buscarle a Palermo sus cosas buenas.
Hoy me citó aquí –porque sí, ufa, queda a mitad de camino– un director que no conocía (mi ignorancia es enorme). Se llama Alejandro Chomski y me cuenta con mil encantos un plan de una película fabulosa. Yo –bruto y cortante– le pregunto si es pariente de Noam Chomsky. Me dice que no sabe y me muestra una carta del MIT firmada por Noam: “Dear Mr. Chomski: Qué raro escribirle una carta a alguien con ese nombre”.
Leo el resto y me informo más o menos del derrotero ucraniano de la familia Chomsky en Baltimore. Chusmerío de muy alta valla. Sostengo el celular donde se abre la carta, como una rosa (todo Palermo es un balde de wi-fi espumoso), y pienso que este pequeño milagro pasa habitualmente –quizás– en los bares de Palermo y yo ni me había enterado porque soy progre y prefiero el Abasto, lleno de basura y bicisendas que nunca se terminaron de peinar.