Una amiga tiene en Palermo un departamento de dos ambientes y terracita con hamaca paraguaya y estrellas. A veces se va y me lo presta. Yo, parasitario, me instalo y soy feliz por unos días. El único problema que tengo en esa zona es la comida. En uno de los lugares con mayor concentración de restaurantes por cuadra, no se puede comer. Todos son bares de diseño, con mozas minimalistas que están pensando en su último parcial. Todo Palermo quiere ser un restaurante del MOMA.
Paren. No metan el yo en la gastronomía. No metan la pretensión socio-artística en algo que tiene que ser honesto y directo. Den de comer. Tuve que deambular buscando no sabía bien qué, perdido. Había un lugar que en vez de menú tenía unas boletas como las de votar con el nombre de los platos. No me causó gracia. No es mala onda. Es diseño-fobia. Mi estómago no es conceptual.
El único boliche que conocía por la zona es el Club Eros, un restaurante de barrio auténtico, pero estaba repleto, había cola, porque los argentinos –o los extranjeros que llevan en el país más de dos semanas– no son tontos. Se dan cuenta dónde hay comida. Los barcitos y restós con decorado de Sex & the City están vacíos. A veces, adentro hay dos amigos del dueño que van a hacerle la banca. Caminé mucho entre gente semidescalza que hablaba de primeros planos y cosas así. Cineastas con rastas, cinerrastas.
Al final en Gorriti y una después de Uriarte (para el lado de Juan B. Justo) encontré una parrilla real. Me senté en las mesitas de afuera y sin mirar el menú, pedí una tira de asado, una mixta y un porrón de cerveza. Qué felicidad: la panera de plástico rojo, la aceitera y vinagrera pegajosas, la bandejita de aluminio ovalada con la carne, el vaso de vidrio grueso que parecía un vaso de vidrio, el Tramontina con mango negro de plástico, el precio justo, el mozo con buena memoria. Comida para el hombre solo. Gracias, le dije al mozo cuando me iba, pero no sé si entendió a qué me refería.