No se trata de alguien que se llama Paloma. Se trata de las aves, de palumbus (y también palumbes). Lo siento por varias razones. Primero, sé que mi amiga Hebe se va a escandalizar porque las odia (y tiene razón porque tuvo que talar su bella magnolia grandiflora invadida por las palomas). Después porque sé que son una peste y sé que se dice que son ratas con alas y sé que dejan insoportables rastros y olores nauseabundos en los lugares que suelen frecuentar. ¿Se fijó en cuántas cosas sé esta mañana? Sigo: sé de una época en la que las palomas eran bienvenidas. Y que se pusieron imbancables ante gentes que, arma bajo el brazo, empezaron a cazar a los depredadores que las mantenían a raya, caranchos o gavilanes o lo que sea. Sé que quienes viven en las ciudades se han dividido entre quienes aman y quienes detestan a las palomas, que ríase usted de canallas y leprosos. Y lamento decir que yo me llevo bien con las palomas. Le cuento: conocí hace años a un viejo señor, medio chanta él pero simpático, que amaba las palomas. Se iba a la plaza, abría los brazos y salmodiaba, “vengan, vengan, queridas, vengan hijitas mías”, y usted no me lo va a creer pero las palomas le revoloteaban alrededor y muchas pero muchas se le posaban en los brazos y el viejo se reía feliz y contento. Y a mí se me caía la mandíbula porque yo era muy chica y quería hacer como él, de veras quería. Lo intenté, le aseguro, pero nunca me salió: las palomas no me dan ni cinco de bola y yo me he resignado. Eso sí, ni me tienen miedo. Les hablo cuando salgo al jardín y ellas se pasean cerca de mí sin ningún temor. Algo es algo, querida señora.