Las investigaciones criminales que se están realizando en Brasil por actos de corrupción, identificada como Operación Lava Jato, han suscitado la atención de la opinión pública de toda la región, al punto que ha surgido la comparación con la mani pulite, sucedida en Italia durante los años 90.
No ha resultado ajeno a esta circunstancia el papel del juez de la causa quien, luego de espectaculares allanamientos y numerosas detenciones de empresarios y funcionarios estatales difundidas ampliamente por los medios de comunicación, se ha convertido en una especie de ídolo nacional aclamado por parte de la población.
Nuevamente, asistimos en nuestras sociedades a la práctica perniciosa del personalismo mediático coyuntural en vez de enfrentar los problemas con soluciones institucionales de largo plazo. Esa vocación pro-activa del juez también ha generado indignadas críticas de profesores, académicos y agrupaciones de juristas, que se han manifestado en contra del autoritarismo y a favor del derecho de defensa y del debido proceso.
La crítica especializada ha sostenido, que la investigación del Lava Jato se sustenta en un abuso del instituto de la delación premiada, a través del cual el imputado que colabora recibe beneficios que pueden llegar hasta el perdón judicial. Estas colaboraciones son incentivadas por medio de una aplicación muy amplia y gravosa de la prisión preventiva, una suerte de “coacción” estatal a fin de obtener información cuya veracidad queda por lo menos sospechada por este origen. El resultado parece ser un sistema perverso por el que los imputados confiesan para aminorar o excluir la detención que sufren, mientras el objeto de la investigación se va expandiendo con el fruto de cada confesión.
La delación premiada puede ser asimilada al arrepentido de nuestro derecho positivo, previsto en el artículo 41 del Código Penal y en las leyes 23.737 y 25.241. Sin embargo, nunca la jurisprudencia le ha asignado a los dichos así obtenidos un valor probatorio suficiente como para motivar una prisión preventiva. La colaboración siempre ha sido interpretada como un indicio que, conforme las reglas de la sana crítica, tan sólo podría determinar una nueva línea de investigación, respecto de delitos concretos, como es el caso de los secuestros extorsivos, el contrabando de estupefacientes, la trata de personas o el terrorismo. Como sostiene nuestra doctrina para alguna de sus hipótesis, sólo podrá ser arrepentido quien aporte datos útiles para individualizar a personas que no estén en un nivel de responsabilidad penal por lo menos igual o inferior a la del arrepentido.
La lucha contra la corrupción resulta una de las deudas más acuciantes que tienen las democracias de la región. Sin embargo, para lograr este objetivo se requiere de procesos de incuestionable legalidad. No cumplen esta exigencia iniciativas mediáticas coyunturales, que sólo consiguen engañar a la sociedad mediante “placebos” que generan aprobación momentánea, pero que luego terminan en una frustración generalizada, y que se convierten en “pan para hoy y hambre para mañana”.
Una extensión irracional de mecanismos extraordinarios de investigación o la utilización de la prisión preventiva como modo de presión o pena anticipada, podría generar la sospecha de corrupción en el otorgamiento de premios, así como respecto de los órganos que emplearon la coacción sobre el delator para obtener la colaboración y, lo que resultaría más grave, las eventuales sanciones carecerían del presupuesto de su aplicación: la verdad judicial de lo sucedido.
*Profesor Regular de Derecho Penal y Procesal Penal (UBA).