Italia. Se abren las puertas del tren. Sube joven de rasgos consabidos. Alguien con voz de vendedor del Roca le dice: “Ya está, nos enfermamos todos”... . “Señora”, replica el joven con acento romano digno de Gassman, “lo más cerca que estuve de China es Google Maps”. El pasaje aplaude. Un corolario redentor aunque anómalo. Franceses asiáticos blanden desesperadas pancartas: “No somos un virus”. Mientras las redes estallan con Fakes culpando a chinos por sus ingestas. Pero que algunas culturas en China, como sucede en el interior argentino, hagan literal al refrán: “Todo bicho que camina...” solo las hace pasibles de reproche por maltrato animal.
Hace siglos que éstas consumen carnes salvajes, mientras que los coronavirus SRAS y la nueva cepa 2019nCoV no tienen más de dos décadas. No son consecuencia de hábitos, sino de los modos en que la globalización capitalista reorganiza y transforma, vía expansión agraria y urbana vertiginosa, la relación entre sociedad y ambiente tanto a través de desequilibrios ecológicos que disparan mecanismos de adaptación y mutaciones de especies como los murciélagos, que pueden cobrar un potencial riesgoso en el territorio afectado, como en la mediación que ejerce entre enfermedad y pandemia. La primera surge por el conflicto con el ambiente. La pandemia interpela, en cambio, por el modo en que los factores socioeconómicos y geográficos pueden incrementar o achicar la brecha entre ésta y la enfermedad; la OMS que declaró alerta máxima elogió a China por el manejo de la epidemia, centrando su preocupación en países en desarrollo como la India con recortes en su sistema de salud que dan de baja unidades para investigar/tratar estas enfermedades con programas de entrenamiento específicos asociados a su gestión. La imagen de drones voladores conectados a fuerzas vivas, pidiendo a vecinos en cuarentena acercarse a las ventanas para registrar su temperatura corporal, y aconsejarlos, evoca tanto el desarrollo tecnológico del Gigante de Asia como cierta distopía orwelliana perturbadora aunque necesaria para el caso: los desastres naturales o epidemias demandan verticalidad y rapidez en las medidas. Los regímenes autoritarios tienen mayor capacidad de manejo físico de masas aún a costa de libertades individuales y excesos que pueden implicar aislar millones de personas o construir megahospitales en 10 días. Con elevadas pérdidas la mayoría de las empresas con su staff en cuarentena, permanecían funcionales por la alta conectividad que permite trabajar desde la vivienda.
El 2019nCoV tiene una tasa de contagio baja, y de mortalidad aún inferior que el Ebola o su hermano genético SRAS. Paradojalmente, esto, lo hace peligroso. La globalización acelera el movimiento e interacción de población en el planeta. Bajo su influjo se conforman coaliciones donde desaparecen o se relajan fronteras, impidiendo el blindaje de sus efectos no deseados. Tratar al virus con desdén es un error grave: cualquier portador ignorado circulando activamente en un área densamente poblada puede hacer estragos.
El cambio climático con su secuela de estrés hídrico y alimentario para millones o la gripe no generan pánico y son asesinos mucho más eficientes aunque mediatos. Los mapas interactivos que muestran la evolución de la pandemia y su saldo luctuoso en tiempo real en los portales de los principales medios y redes sociales construyen un relato que atiza la percepción de la inmediatez potencial de la muerte, y que incluye a sectores cuyos recursos les permiten permanecer al margen de las consecuencias de los problemas socio- ambientales más graves. El resultado es el miedo. El mismo tras la reacción xenófoba de la signora italiana en el tren que se corporiza mejor en un otro distinto. El miedo que no es sonso, pero por irracional e intempestivo, es el peor enemigo de problemas cuyo abordaje conciernen al bien común.
*Profesor y Licenciado en Geografía UBA. Magíster en Problemáticas Urbanas. UNY.