En un acto de fatídica imprudencia, me metí sin fijarme en un lugar donde el café lo cobraban casi sesenta pesos. Esa distracción y ese error, no tardaría en pagarlos muy caros (dicho esto en sentido literal). A cambio, recibí como vuelto dos billetes de veinte pesos, equivalentes, pero distintos: en uno estaba Juan Manuel de Rosas; en el otro, estaba el guanaco (digo “el”, y no digo “un”, designándolo por la especie y no por el ejemplar, para dar la razón al funcionario que indicó que los animales están vivos, expresan vida, y por eso son preferibles a los próceres).
La mazorca, en un caso, y la escupida, en el otro, obstruyen mi simpatía; y sin embargo, me aboqué a examinar los dos billetes con el más genuino interés. Admito que me predispuse a hallar lo que ya tantas veces se dijo: el cuestionable desplazamiento de los hombres por los animales, el reemplazo indefendible de la historia por la naturaleza, la anulación de la política y sus vehemencias por el reino de lo neutro. Y pese a eso, puesto frente a los billetes, viendo al Restaurador y al bicho, otras cosas me vinieron a la mente.
Pensé en Facundo, de Domingo Sarmiento, y en El matadero de Echeverría, la profusa estratagema literaria de animalizar a los federales. Pensé en la hermenéutica sin límites de Ezequiel Martínez Estrada, su enfático vaivén entre la naturaleza y la historia, su genial politización de la una y de la otra. Pensé en el último ensayo crítico de Gabriel Giorgi, su inspiración en la biopolítica, las lecturas consecuentes de politización de la vida y aun de la animalidad.
Y así fue que se desvaneció para mí aquella escisión inicial de animales o política; y di en preguntarme, tanto mejor, por la animalización de la política, por la politización de la animalidad. Me quedé viendo el guanaco, cuya cabeza emerge del propio suelo (no diré que parece ensartada en una pared, como se hace con los animales cazados, pues ya hemos tomado nota de que este guanaco está vivo). En el envés del billete se lo ve también, ya más de lejos, integrado al paisaje al que pertenece.
¿Y cuál es ese paisaje? Es la estepa patagónica. Definida al pie de la imagen y señalada, con parejas rayas oblicuas, sobre un mapa de la Argentina. Ahí hay una clave: ese sombreado abarca las islas Malvinas, las incluye. ¿Casualidad? Claro que no. No hay más que fijarse en el billete de doscientos pesos, el de la ballena franca austral, y hacer la conexión: en el mapa respectivo, de color convenientemente azulado, varias colas de ballenas emergen de los mares del Sur y rodean las islas Malvinas, las envuelven, las incorporan. Las ballenas, los guanacos, las Malvinas argentinas: la política se simboliza y se inscribe en los animales.
En el envés del viejo billete de veinte, se veía muy otra cosa: una escena del combate de la Vuelta de Obligado, batalla naval, motivo definitorio del día de la Soberanía Nacional, que señala en el bueno de Rosas al primero que reclamó formalmente por la ocupación inglesa de las islas. Este billete, pues, remite a otro, el de cincuenta pesos en su segunda versión, la que sacó del medio a Sarmiento para poner en su lugar a las propias Malvinas (visión abstracta, visión cenital, visión de mapa y no de mundo). En el envés de esa imagen emblemática, otra escena de la historia: el gaucho Rivero, se entiende que en las Malvinas, montando un caballo encabritado.
¿Desaparece, entonces, la política, en la predilección zoológica del flamante papel moneda, como se ha dicho? Me inclino ahora a pensar que no. Lo que se introduce, en todo caso, es una reconversión por demás significativa. La cuestión en juego, la de la posesión y el despojamiento, la del tener y el apoderarse, asuntos eminentemente políticos, ya no se presentan en clave de conflicto, de disputa, de violencia, sino en la fuerte sugestión de un “desde siempre”. Un desde siempre, un tiempo extenso, historia antigua, dan su sello a la propiedad. No por nada estos billetes flamantes expresan su valor nominal, no sólo mediante los números de empleo actual, sino también con números romanos.