No future, se proclamó alguna vez, para expresar desesperanza. Era el tiempo que ya no existía o no iba a existir más. Ahora, en cambio, el futuro quiere serlo todo y es el pasado lo que parece haber caído completamente en desgracia. Al pasado se lo siente lastre, peso inútil, estorbo, escollo. Y para deshacerse de él se propone por lo común esta consigna: “Hay que mirar para adelante”. En los Estados Unidos de América, un país que tiende a verse a sí mismo como el futuro, un país que tiende a verse a sí mismo como un garante para el progreso, lo ha dicho también el presidente Obama. Dijo eso, que hay que mirar para adelante. Para adelante y no para atrás.
Cuando dijo atrás no fue muy lejos; no se fue al año ’61, ni al año ’73, ni al año ’75; no dijo Playa Girón, Santiago de Chile, no dijo Vietnam. Habló de las torturas que la CIA cometió en Irak hace apenas unos meses, durante el gobierno de George Bush. El propio Obama prohibió con decisión esa clase de aberraciones, apenas asumió su cargo. Pero también sugirió, como queda dicho, que se mire de ahora en más para adelante. Es decir que, en cierto modo, insinuó que no se investigue qué fue lo que pasó ni quiénes fueron los responsables ni qué ocurrió con los ejecutores. Que no se profundice ninguna investigación y no prospere en consecuencia ningún juicio.
Mirar para adelante y no para atrás es la fórmula del progreso que propone el presidente Obama. Algo mejor es la que Walter Benjamin detectaba a propósito del Angelus novus de Paul Klee, como ángel de la historia: un huracán, que es el progreso, lo empuja inconteniblemente hacia el futuro, pero después de que “ha vuelto el rostro hacia el pasado”.