Las ecuménicas exequias del sacerdote Jacques Hamel, asesinado por fundamentalistas islámicos, resultaron ejemplares y alentadoras. Algunos jerarcas y numerosos fieles islamistas, judíos y protestantes, incluso ateos, se unieron sincera y espontáneamente a los católicos en la multitudinaria ceremonia celebrada en la catedral de Rouen, Francia, una república donde el estricto laicismo convive con la absoluta libertad religiosa.
Pero no todas las repúblicas o democracias modernas son laicas y ninguna religión tolera la libertad de conciencia, puesto que la razón es un escándalo para la fe. Y ya que la fe todo lo sabe, la laicidad del Estado sólo es tolerada cuando la religión dominante ha sido derrotada políticamente. O sea, cuando no hay más remedio. La Iglesia Católica fue parte de todas las dictaduras pro-católicas que hubo, como la franquista, y apoyó o miró hacia otro lado hasta ver por dónde iban definitivamente las cosas cuando algún mesianismo amenazaba imponerse. No hay más que seguir las idas y venidas del Vaticano durante el nazismo.
Pero en las repúblicas católicas (una contradicción en sí misma; como las “monarquías republicanas”), la Iglesia también disputa la hegemonía en los asuntos terrenales, ya que hay intereses materiales en juego. En Argentina, cuando a partir de 1884 se sancionaron las laicas leyes 1.420 de Educación Común y de Registro Civil, entre otras, el conflicto de intereses con la Iglesia –que monopolizaba hasta entonces la educación y el matrimonio, entre otros, en el terreno civil– llegó al extremo de la ruptura de relaciones con El Vaticano y la expulsión del país del nuncio apostólico. Los ejemplos históricos de esta actitud vaticana, aquí y en todas partes, exceden este espacio.
El fundamentalismo judío, por su parte, controla el Estado de Israel en simbiótica alianza con la extrema derecha israelí, lo que está provocando un cisma en la sociedad e incluso en las fuerzas armadas, elemento esencial de su supervivencia, tal como están hoy por hoy las cosas. Esta situación, ya pormenorizada aquí (PERFIL, 30-5-15), no ha hecho más que ahondarse. En mayo pasado, el jefe de Estado Mayor, general Yair Golan, “equiparó el clima de la sociedad israelí actual con el de la Alemania nazi” (El País, Madrid, 9-5-16). Poco después, al consolidar su alianza con los ultranacionalistas de Israel Beitenu y nombrar ministro de Defensa a Avigdor Liberman –un político que vive en territorio palestino ocupado y considera “traidores” a los judíos que postulan la retirada de Cisjordania– el primer ministro Benjamín Netanyahu acabó de conformar “el gobierno más radical que ha existido jamás en la historia de Israel” (El País, 26-5-16).
¿Y qué decir del islamismo; de sus relaciones con las monarquías y/o dictaduras árabes; de sus conflictos con las democracias; de su trato para con las mujeres y tantos otros preceptos y actitudes que se contradicen con la razón moderna; con la razón a secas? Todas las religiones comparten, con variantes y según su tiempo histórico y situación geográfico-política, este conflicto con la razón civilizatoria moderna.
Pero salvo sus fundamentalistas, en ninguna religión la masa de fieles cree ya seriamente en el Más Allá. Y en la presente situación de crisis estructural del sistema económico y de retroceso democrático global, el “más acá” pronto exigirá a todas las creencias una decisiva toma de partido: entre la extrema derecha nacional-populista, xenófoba y guerrera –que progresa en todo el mundo– y un cambio democrático que encienda de una vez por todas las luces de la Ilustración: libertad, igualdad, solidaridad. Entre subordinar la fe a la razón civilizatoria o plegarse, como siempre han hecho, al repliegue político-religioso; al enfrentamiento entre países y religiones. Entre participar de un avance, o de un retroceso civilizatorio que, esta vez, pondría en peligro a la humanidad.
*Periodista y escritor.