Lo que está en juego es la propiedad: lo vieron los pequeños chacareros y los grandes estancieros desde el comienzo del conflicto. Y lo vieron los grupos marxistas que a los gritos acompañaron por Palermo la concentración del campo.
Lo que está en juego es la propiedad: por la misma razón otros marxistas engrosaron la concentración kirchnerista sin reclamar los choripanes ni los viáticos que movilizaron al resto de los concurrentes.
La propiedad es un mito fundante del orden liberal democrático, que sólo la puede vulnerar en casos indispensables para su supervivencia. Los historiadores sabrán si fue indispensable para el naciente Estado español solventar la conquista de América con la expropiación de todos los bienes de judíos y musulmanes, y si las nacientes Provincias Unidas necesitaron en verdad echar mano a las joyas de las damas mendocinas para reforzar los viáticos del cruce de los Andes.
La Argentina tiene una larga historia de expropiaciones. Cerca aún está el corralito bancario de 2001, que expropió a los ahorristas que ingenuamente –como ahora– creyeron en los bancos. Antes hubo una medida semejante, pero menos dolorosa: la conversión de la moneda del Plan Austral de Alfonsín y su “desagio” –literalmente, una quita significativa– a todas las transacciones económicas.
Los gobiernos de Menem fueron respetuosos de la propiedad privada. A cambio, se ensañaron con el patrimonio colectivo de todos los argentinos mediante un festival de transferencias, algunas de las cuales se realizaron a precio vil y otras –como la de Aerolíneas que ahora se ventila– fueron negociados o patentes de corso.
Perón mismo fue muy respetuoso de la propiedad. A pesar de su cháchara antioligárquica, al caer su gobierno la estructura de la propiedad de la tierra y las empresas no era muy distinta que en tiempos de su asunción. Se recuerda la expropiación del grupo agrocervecero Bemberg porque no hubo otras de semejante escala. El ínfimo precio pagado fue un castigo a un opositor político, que desde diez años antes del peronismo mantenía fuertes roces con el Estado nacional por la opacidad de sus finanzas, su elusión de leyes impositivas y la irregular transferencia al exterior de sus acciones.
Ahora es el turno del gobernador Schiaretti, que para aliviar las finanzas cordobesas no tuvo mejor idea que gravar las jubilaciones como si fuesen rentas y no una legítima propiedad de los que las reciben. Si yo tuviese alguna propiedad, no reclamaría “que se vayan todos”: me bastaría con que pidan ayuda a alguien menos irresponsable.