La falta de precipitaciones no da tregua y mantiene a las zonas no urbanas al borde de la asfixia. Desde 1961, dicen, no había un período de sequía semejante. A la carencia de lluvias se suma la langosta. En veinte años nunca se vio tanta tucura pelando los montes. El campo es un puro ardor de tierra cuarteada y animales sedientos: el llano en llamas.
En Chacharramendi y General Acha hay cuarenta mil cabezas de ganado asistidas con camiones-cisterna que les llevan agua. Chaco, Entre Ríos, Santa Fe y otras provincias (quince en total) han declarado ya la emergencia agropecuaria y esperan que el hipotenso Poder Ejecutivo Nacional homologue la medida (como ya sucedió en la República Oriental del Uruguay). Las pérdidas son millonarias, dicen los economistas, pero esas abstracciones siempre nos resultan ajenas a la vida: basta con ver los remolinos de polvo que se levantan de los caminos de tierra o escuchar una pisada sobre la compacidad del suelo (esponjoso ya no, más bien cascote) para darse cuenta de lo que está muriendo. Después de la sequía, además, se sabe, vienen los incendios.
En mis diccionarios no queda claro el origen de la expresión “peludo de regalo”. En la zona ecológica que habitamos se llama peludo a ese mamífero edentado cuya espalda y cola están protegidos por placas córneas articuladas de manera que puede enrrollarse como protección. Es cavador y suele alimentarse de invertebrados y gramíneas. Por alguna razón que se me escapa, su carne es muy apreciada. Con su caparazón se fabrican esos instrumentos musicales de extremada vileza: los charangos.
Cuando se dice que alguien “cayó como peludo de regalo” es porque apareció en un momento inesperado, con poco sentido de la oportunidad, sin aviso y sin nada que compense la hospitalidad que habrá que brindarle, pese a todo. “Peludo” es eufemismo de una expresión soez equivalente a “curda”. “Peludo de regalo” puede remitir tanto al armadillo pampeano como al exceso de alcohol en sangre.
En todo caso, los aumentos tarifarios para el suministro eléctrico dispuestos por el Poder Ejecutivo Nacional no podían ser más inoportunos. Hasta las pasturas que se riegan diariamente amarillean y, si en las ciudades estamos acostumbrados a que el agua salga de las canillas (y nadie puede quejarse sin vergüenza del impacto que en su presupuesto tendrá el uso de acondicionadores de aire), donde la ciudad deja de extender sus tentáculos y empiezan los viveros y las chacras, el agua implica horas de bombeo. Es raro, pero en Argentina se piensa como si viviéramos en Coruscant, donde hasta Amidala puede tener un cargo senatorial.