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Pensamientos en el bar

Cómo llegué a pensar en Diane Arbus, estando yo en la situación en la que me encontraba? La pregunta remite a otra: la cuestión de cómo surge un pensamiento, cómo se encadena con otro, cómo se bifurca, cómo desaparece. Debería comenzar reproduciendo en qué condiciones leí el artículo que estuvo en el origen del pensamiento (lo que Wolfgang Iser en El acto de leer llama “las formaciones sociales de lo imprevisible”).

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Cómo llegué a pensar en Diane Arbus, estando yo en la situación en la que me encontraba? La pregunta remite a otra: la cuestión de cómo surge un pensamiento, cómo se encadena con otro, cómo se bifurca, cómo desaparece. Debería comenzar reproduciendo en qué condiciones leí el artículo que estuvo en el origen del pensamiento (lo que Wolfgang Iser en El acto de leer llama “las formaciones sociales de lo imprevisible”). Hace alrededor de dos meses estaba en Río de Janeiro, en Copacabana. De repente se largó a llover y para guarecerme entré en un barcito enfrente de la playa. Como no tenía nada para leer, antes fui al quiosco que estaba en la puerta del bar. No había ningún diario ni revista argentinos, entonces decidí comprar El País de Madrid. Me llamó la atención un muy buen artículo de Javier Rodríguez Marcos sobre un libro que compila fotos tomadas por Lewis Caroll, en el que apunta: “El escritor compró en 1856 su primera cámara, un artículo de lujo que no tardaría en popularizarse después de demostrar su utilidad en los archivos policiales y militares, en las enciclopedias y la pornografía”. Es curioso, pero esa frase puso en evidencia algo que en realidad ya sabía, que lo había leído muchas otras veces en otras partes, pero que nunca antes había leído de ese modo, tan claro, tan breve, tan concreto: la relación íntima entre fotografía y vigilancia social. De hecho, en el comienzo de Sobre la fotografía, Susan Sontag escribe: “Las fotografías suministran evidencia. A partir del uso que les dio la policía en la brutal redada de los communards de junio de 1871, los Estados modernos esgrimieron las fotografías como una herramienta útil para la vigilancia y control de sus poblaciones” (me es fácil encontrar la cita, porque yo mismo había subrayado la frase en mi ejemplar de la edición de Sudamericana de 1980).
Así comencé a pensar en la relación entre el Estado y las nuevas tecnologías; en la condición de disponibilidad de la tecnología para ser usada para el control social (como si el uso policial de la tecnología fuera parte constitutiva de su razón de ser). ¿Estará usando ya la policía los últimos gritos de la moda tech como el Blackberry y los blogs? (Por el nivel de ignorancia y agresión fascista que se lee a diario en muchos comentarios a los posts de los blogs –en especial de los llamados “literarios”– uno diría que sí.) Como es sabido –pero nunca está de más recordarlo– en la Argentina, en 1891, Juan Vucetich organizó el primer servicio mundial de identificación por medio de impresiones digitales. Este es un país pionero en estas cosas. Pero en nuestro caso, la técnica nació premeditada para el control. Distinto es en el de la fotografía. Aunque en realidad, pensándolo bien, no sabemos exactamente para qué fue creada. Porque si de entrada no fue concebida para controlar, mucho menos lo fue para ser una expresión artística. Volviendo a Sontag, en la primera línea de su ensayo arroja una hipótesis sobre el porqué de semejante invento, relacionada con una pulsión tan vieja como la historia misma: “La humanidad sigue irremisiblemente aprisionada en la caverna platónica, siempre regodeándose –costumbre ancestral– en meras imágenes de la verdad”.
Volviendo al tema (¿pero hay un tema?) ahí estaba yo, mirando llover en un bar carioca, pensando en todas estas cosas. Fue entonces cuando recordé a Diane Arbus, norteamericana, una de las más grandes fotógrafas del siglo XX. Buena parte de su obra consiste en retratar –en el límite entre lo monstruoso, lo ridículo y la piedad– a perturbados mentales y oligofrénicos encerrados en asilos psiquiátricos. Como si Arbus hubiera invertido la carga de la prueba: entrar a esos lugares de encierro policíacos (donde cada detenido tiene su ficha con su foto) para que la fotografía logre –por un instante, como epifanía– ya no pertenecer al orden del control, sino al contrario, al de la redención de la libertad. Y después paró de llover, dejé de pensar y volví al hotel.