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Bin Laden

Peor que muerto, ignorado

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Mientras que, como ya se ha anunciado, con al Zawahiri a la cabeza, la persecución continuará en pos del resto de su cúpula, puede que células autonomizadas de Al Qaeda perpetren de inmediato una serie de atentados para demostrar fortaleza, pero es perfectamente posible que, en el largo plazo, la organización no recupere nunca la temible capacidad que alguna vez tuvo.

La esencia del terrorismo no es militar sino psicológica y se maneja más con símbolos con que metralletas. Tiene manifestaciones físicas, pero su combate principal se libra en las pantallas de los televisores y los titulares de los medios. Se supone que el terrorista está en todas partes, pero no se lo puede encontrar en ninguna. Cuando esta impunidad desaparece, principia el fin del misterio. A Bin Laden, por lo pronto, ya lo encontraron.

El terrorismo no prospera si no consigue mimetizarse con un pueblo que le permita esconderse entre ellos como un árbol más en el bosque, y el aislamiento de Bin Laden no sobrevino sólo por la persecución militar de Occidente, sino por el rechazo que su propuesta recibió de las mayorías, pacíficas y convivientes, de ese mundo islámico que, al menos por ahora, claramente viene tentando otro camino. Lo prueban las circunstancias de su muerte, ocurrida en medio de un confortable barrio militar de altos oficiales paquistaníes, a siete cuadras de un importante destacamento castrense, y no entrañablemente protegido por conmovidas legiones de fieles que, supuestamente, lo cobijaban en ignotas cuevas del Pakistán profundo. También, Saddam Hussein terminó capturado, solo y sin seguidores, en un lastimoso sótano de una barriada periférica.

El objetivo de Bin Laden siempre fue la desestabilización de los regímenes ancestrales de su región, especialmente, el de Arabia Saudita, contra los cuales procuró direccionar a las multitudes en base a las pinzas de una doble convocatoria: el odio a Occidente y una profesión de las creencias islámicas en el modo del fanatismo. Murió física y políticamente aislado en momentos en que esas mayorías silenciosas, pacíficas y desarmadas están volteando dictadores y poniendo en jaque a gobernantes poderosos, sin armas ni cruzadas religiosas. Si triunfan, podrían establecer el requisito, imprescindible para la paz del mundo, de una sociedad islámica en la que –al mismo tiempo que nosotros en Occidente– los extremistas terminen puestos en caja, para sentar las bases de un mundo en que lo que prime no sea el choque, sino la cooperación entre civilizaciones.

Los movimientos terroristas de confines nacionales, como el IRA o la ETA languidecen dentro de sus propios territorios o mutan, como las FARC, a patéticos guardaespaldas del narcotráfico. Quedan los terrorismos trasnacionales, los que no dependen de un asiento localizado. ¿Los reclamos por democracia y modernidad en Medio Oriente llevarán de la misma forma a ese terrorismo más inasible a ir apagándose en su territorio de la religiosidad fanática? Eso es lo que está por verse.

Por lo pronto, la inexistencia de un mensaje de Bin Laden que haya calado profundo en la gente es lo que deja al descubierto una opinión pública que hace tiempo que no muestra interés en debatir ni sus proyectos ni su trayectoria, sino meramente la morbosa fascinación de la intoxicante cultura de los magazines, que sólo aciertan a preguntar por los detalles forenses de su muerte y claman desconsoladamente por la ausencia intolerable de alguna fotografía.

El triunfo del terrorismo nunca es militar. Sólo deviene cuando consigue que sus enemigos desciendan a matanzas y crueldades semejantes a las suyas. Los latinoamericanos lo sabemos bien. En tal sentido, el mantenimiento de Guantánamo y las asombrosas contradicciones y oscuridades en la comunicación oficial de los Estados Unidos respecto de la muerte de Bin Laden nos introducen en una incertidumbre que no debiera profundizarse. Es de desear que en los próximos días percibamos señales de que se haya decidido desandar ese camino.


*Ex vicecanciller de Guido di Tella.