De tanto en tanto se me da por escribir una novela. Comienzo a tomar notas, a hacer brainstorming en soledad, a leer cosas que me gustan con la esperanza pueril de imantarme de su virtud y gracia. Nunca funciona. Pierdo el interés después de una o dos semanas en las que caigo en diversos grados de autoflagelación, repitiendo mántricamente para mis adentros “no te da el cuero”.
Hace unos diez años trascendí la barrera de los preámbulos y acopié en menos de un mes 80 páginas autorreferenciales y pésimamente escritas que, pasado el trance, eliminé de todos mis archivos, no sin haber cometido antes el error de invitar a un escritor admirado a leerlas. Puedo imaginarlo tirando el manuscrito al tacho de basura al llegar a la página tres, aunque quizás no lo haya tirado para rehusar el papel, nunca lo sabré, ni quiero saberlo.
Días pasados, acicateada por la inmovilidad de un nuevo confinamiento, la fantasía de la novela comenzó a rondar nuevamente, esta vez bajo la forma de un ejercicio especulativo de la peor calaña que me llevó a preguntarme por los mejores ingredientes posibles para un best seller contemporáneo. Repasé hits de autoras francesas buscando pistas seguras: un abuso narrado 30 años más tarde en El consentimiento, de Vanessa Springora, un marido inmigrante que puede ser –o no– un asesino, en No es necesario soñar, de Pascale Dietrich, “La reina de la comedia negra”. No me convencieron, pero sí lo hizo la inquietante protagonista de Respiración ovárica, nueva novela de la argentina Ingrid Sarchman, al decir: “Una historia de lo más clisé sobre una quinceañera de hormonas curiosas que decide iniciarse en el turismo lésbico con una señora japonesa que la triplica en edad. A primera vista se quería hacer la Marguerite Durás pero sin la parte de la poesía. Era una especie de 50 sombras de Grey con aspiraciones literarias. Sin introducción que pusiera al lector en clima describía, durante párrafos, cómo tenía orgasmos múltiples con solo mirar los ojos rasgados de su amante”.
Ahora sé que cuando haya acumulado un par de intentos fallidos más, cuando haya perdido cualquier vestigio de autorrespeto, cuando ya no me importe otra cosa que el fingimiento de ser alguien capaz de hacer novelas, habrá infinitas fórmulas salvadoras. Alcanzará con someter viejos iconos literarios al tamiz millennial y ejecutar variaciones degradadas de lo que existió. Algo muy fácil si se cuenta con la ausencia de escrúpulos propia de los ganadores.