No hubo para mí, desde el inicio, una experiencia de lectura que no fuera también de escritura. Recuerdo mi frecuentación fascinada de las revistas de historietas, que madre me compraba y que yo miraba una y otra vez, antes de la iniciación escolar. La sucesión de diálogos como coágulos indescifrables. Cada historieta se proponía como una narración infinita con elementos variables, los personajes, sometidos a su vez al rigor de un dibujo inmodificable. Yo conocía el nombre del personaje principal de cada revista de historieta extranjera, al menos el de los dos héroes centrales de mi infancia, Superman y Batman, y posiblemente el de algunos de los personajes secundarios, ya que esos personajes también vivían en series de televisión, pero de alguna manera la confusión o la capacidad de selección de mi mente omitía o filtraba la información televisada, de modo que, en el momento de sentarme a mirar cada una de las revistas, yo pudiera contarme la historia que quisiera, sin condicionarme por lo ya visto. Así, digamos, Luisa Lane, Lex Luthor, Robin, Jor El, Clark Kent, el Comisionado, etcétera etcétera. podían llevar otros nombres y tener un funcionamiento independiente de los que les atribuían las series televisivas
Esa libertad para construir mi relato con los materiales del universo común de la infancia fue en gran medida cercenada cuando, sin darme cuenta de que lo hacía, comencé a leer. Fue en primer grado, con el aprendizaje del alfabeto primero, y luego con la organización. Ese saber combinatorio cayó sobre mi rostro como un bofetón. La mañana de un domingo cualquiera estaba mirando como siempre la sucesión de estampas, siguiendo mi propia aventura, cuando, de pronto, en cada globo de diálogo las consonantes y vocales comenzaron a agruparse en palabras, y cada escena comenzó a tener un sentido fijo, que anuló para siempre, o redujo grandemente mi libertad de invención.