Empecé a trabajar en un diario antes de las redes: la biblia del periodismo gráfico (cinco preguntas, bajadas, volantas, etc.) se tatuó en mi cerebro. Este esquema cede al avance de medios digitales fatalmente cautivos del feedback con los usuarios. Aumentan los títulos ambiguos que piden atención sin informar y los tuits estirados para alcanzar la categoría de notas. Da para pensar que, a excepción de los operadores rentados para gestionar opinión pública, el trabajador de prensa como lo conocemos hasta ahora desaparecerá. Como valoro la inmediatez de Internet y no creo en todo lo que leo en los medios de papel, venía preguntándome si esa pérdida es para lamentar o si generará formas más pluralistas y superadoras de comunicación.
Hallé algunas pistas a partir de la muerte de Federico Monjeau y de la mala praxis de algunos portales online. La deslumbrante producción de Monjeau pudo acercar a los neófitos al cielo de la crítica musical gracias al uso adecuado de esa biblia diseñada para abarcar rápidamente la mayor cantidad de compresiones. Cuando, en cambio, el objetivo principal es detonar clicks y scrolleos, ese diseño facilitador tiende a revertirse en detrimento del contenido.
La marcada de cancha de lectores, a su vez, parece ser más útil para silenciar que enriquecer, en una actualización del antiguo desvelo de las doñas por el “qué dirán”. Sobre la mala praxis alcanza consignar que en el mundo digital corren los mismos vicios y sesgos (plagio, cesura, negreo) que en los medios masivos, pero con menos pauta. “Los periodistas no estamos para pisar cucarachas, sino para encender la luz que deja ver cómo corren a esconderse”, decía Ryszard Kapuscinski. Quizás, la pretensión idealista de iluminar sea lo único capaz de salvar al oficio de morir aplastado por la lógica del clickbait, al trabajador de prensa de reconvertirse en influencer-influenciado y al lector de tragarse discursos cada vez más uniformes.