Dos de las novelas de David Viñas, En la semana trágica y Los dueños de la tierra, escritas en correlato con su proyecto crítico de articulación de literatura argentina y realidad política, se remiten a dos célebres matanzas perpetradas por el radicalismo mediante el aparato de represión estatal: la doble masacre de obreros en enero de 1919 y las ejecuciones en la Patagonia rebelde de 1921. El nombre de Hipólito Yrigoyen, y aun el de la UCR, quedan manchados por esa sangre que ordenaron derramar (es decir, que derramaron).
No obstante, y curiosamente, la memoria social de las gestiones del radicalismo no siempre le achaca estas oprobiosas violencias. Parece de hecho existir una especie de reparto en la historia política nacional bipartidista, según la cual al peronismo le tocan los capítulos de la virulencia, los desbordes, lo salvaje; los radicales, en cambio, se quedan con la mesura, con el atildamiento, con la razonabilidad. Se abrazan con Jürgen Habermas, o se agarran de Jürgen Habermas, y a los peronistas les dejan a Carl Schmitt, a Gustave Le Bon, pensamientos de esa estirpe. Los peronistas atropellan, los radicales argumentan; los peronistas patotean, los radicales dialogan; los peronistas prepotean, los radicales persuaden.
Es llamativa la eficacia que esta versión de la política nacional ha tenido. Amén de la violencia padecida por el peronismo (bombardeos aéreos, fusilamientos ilegales, detenciones clandestinas, torturas), no hace falta refrescarle a nadie la memoria respecto de la violencia que el peronismo a su vez ejerció (quema de iglesias y casas del pueblo, matanzas mutuas, detenciones clandestinas, torturas): todo el mundo las tiene presentes.
Pero, ¿por qué no carga con igual notoriedad el radicalismo violencias como las referidas, tragedias como las mencionadas: semana trágica, Patagonia trágica? Su tan perfecto prestigio de equilibrio y moderación funciona si queda exento del recuerdo de estas ferocidades: como si les hubiesen pasado a otros, como si las hubiesen cometido otros. Entre sus pecados políticos pueden contarse la inepcia, la parsimonia, la inoperancia o la lentitud; pero de alguna manera se las fue arreglando para escurrir con frecuencia del legajo de la memoria colectiva los datos duros del uso y abuso de la violencia represiva desde el poder.
Lo menciono porque, en estos días, justamente, comenzó el juicio por los asesinatos cometidos en el país en diciembre de 2001, bajo directa responsabilidad de dirigentes de la UCR. Esa máquina de fabricar pobres que se llamó “uno a uno” llegaba de tal manera a su fin. Su mentor y ejecutor, Domingo Cavallo, fue ministro del radical De la Rúa, como antes lo fue del peronista Menem. Pero antes había sido funcionario de la dictadura militar. Porque la sangre no corre solamente durante el desenlace de estas políticas, sino también, y sobre todo, durante su instauración.