El 13 de noviembre de 2016 escribí en este diario una nota que intentaba anticipar la estrategia energética del Gobierno y se titulaba: “Atarán las naftas a precios internacionales y así evitarían que suba el año que viene”. Un acierto total en la primera parte y un error tamaño estadio en el segundo componente, el que indicaba que los combustibles no iban a subir este 2017, básicamente porque el precio del barril de crudo podía mantenerse con tendencia a la baja como hasta entonces. En definitiva, se había derrumbado desde los US$ 100 en julio de 2014 hasta cerca de US$ 30 a comienzos de 2016 para ir estabilizándose en torno a los US$ 50. La mirada de los expertos del mercado, de las empresas y de los funcionarios era que tal vez iba a oscilar en esos valores con un impacto siempre positivo para el mercado doméstico. Yo compré la tesis y pifié: en lo que va del año el precio en surtidor trepó más de 25% y si hay otro aumento, como piden algunas petroleras, puede terminar subiendo casi 10 puntos sobre la inflación. Pero lo más importante es que el que se equivocó en el timming fue el Gobierno, que puso un circo justo cuando los enanos empezaron a jugar en la NBA.
Increíble la mala suerte del automovilista argentino: durante la gestión de Cristina Kirchner, cuando el barril cayó por la pendiente, implementamos el precio sostén para el mercado interno. Afuera valía US$ 30 o US$ 40 y acá a las petroleras se les pagaba casi US$ 80 para sostener la producción, los empleos del sector y las finanzas de las provincias hidrocarburíferas. Así, mientras por ejemplo el balance de la Ford mostraba en Estados Unidos que aumentaban las ventas porque bajaba el precio de los combustibles, acá se mantenían altos y además ajustaban también para acompañar las sucesivas devaluaciones. Ahora, que tomamos la decisión de subirnos al mercado internacional, justo apagaron la música cuando pisamos la pista de baile. Desde que se desreguló el mercado doméstico en septiembre, el valor internacional trepó US$ 15 hasta los US$ 65,13 el viernes pasado en su variante Brent, que es la que se toma de referencia.
A mí qué me mirás. ¿Qué dice el ministro de Energía, Juan José Aranguren, si alguien le achaca los efectos de la liberalización de los precios del petróleo o de los incrementos tarifarios sobre el resto de la economía? Que él está buscando que, como en todo el mundo, las compañías sepan que la referencia para sus inversiones en el país es un precio de mercado y que eso da previsibilidad, que si los precios están atrasados no es cosa suya, como se ve con los cronogramas de subas de luz y de gas.
Ese comportamiento se repite en todo el equipo económico cuando se consulta por algunas inconsistencias. Por ejemplo, ¿qué dice el jefe del Banco Central, Federico Sturzenegger, sobre las metas de inflación que no se cumplen? Que hay incrementos de servicios públicos y combustibles que no dependen de él. De hecho, cada vez hace más hincapié en que con las tasas apunta a bajar la inflación core, es decir, la que no incluye precios regulados ni bienes que cambian de valor según el momento del año. Y para bancar la parada tuitea gráficos que muestran “el nivel más bajo de la inflación núcleo en cinco años”. Lo mismo si le preguntás al ministro de Hacienda, Nicolás Dujovne, por qué no baja el déficit total del Estado. Te va a decir que en realidad él está bajando el rojo primario, es decir, la diferencia entre lo que recauda y gasta, que es lo que él maneja, sin contar la deuda, porque el déficit financiero es producto de los intereses que paga Luis Caputo, el ministro de Finanzas. Y así.
El que se hace cargo de lo suyo es Alejandro Roemmers, el empresario farmacéutico que sigue armando su megafiesta de cumpleaños de 60 en febrero en Marruecos. Ahora envió el dress code y viene con disfraz: “Vestimenta latina con aires árabes” y fiesta con “vestuario Far West”.