No puedo cotejarlo porque tengo todos los libros metidos en cajas, pero creo que hay un poema de Borges que se llama Las cosas y que termina, después de enumerar una serie de objetos, con sus típicas rimas definitivas: “Durarán más allá de nuestro olvido/ no sabrán nunca que nos hemos ido”. Tengo los libros en cajas porque el fin de semana pasado me mudé. Cuando el camión de mudanza estaba ya con el motor encendido esperando para que yo cerrara la casa ahora vacía, caminé recorriendo cada uno de sus cuartos y me puse a llorar. Sí, Ernesto Guevara me hubiera fusilado de inmediato. Pero comprendí que esa casa donde fui padre por primera vez, donde viví momentos inolvidables y tristísimos con amigos y gente de paso era, en sí misma, forma y contenido. Como los grandes poemas y las grandes novelas, no se puede dividir. Una casa lujosa, sin vida, no sirve; una novela que es puro procedimiento, tampoco. Lo mismo propone Eihei Dogen, el refundador del zazen en Japón, cuando habla de que sólo se puede practicar el zen estando en un cuerpo: el cuerpo no es una cárcel del alma, la casa no es una cárcel del cuerpo. Cuando las cosas se dan de manera armoniosa –y a veces también desgraciada–, la casa y las personas que viven en ella son un solo ser. Recordé ya por la noche, en el balcón de la nueva casa, un poema de Miguel Hernández musicalizado por Joan Manuel Serrat: “Pintada, no vacía, pintada está mi casa, del color de las grandes pasiones y desgracias”. Me di cuenta de que la casa no es un envase, es un ser vivo. Pero vivo de una manera especial: no como las cosas de la naturaleza, que dependen de sí mismas, sino como las cosas –aquellas a las que les escribe Borges– que son construidas por nosotros para doblegar el insomnio y contener a la prole. ¿Me recordará mi casa hoy que ya no estoy en ella? Claro, porque así como la naturaleza se observa a sí misma a través de los humanos, mi casa se piensa a través de mí. Recordé la casa donde nací: era inmensa y pobre. Tenía patios donde mis amigos venían a jugar a la pelota, o se organizaban bailes para las fiestas. El patio de adelante fue mi primera ordalía. A veces se hacía de noche y mis padres olvidaban prender la luz que lo iluminaba. Yo me adentraba en él para probar soportar el miedo a la oscuridad. Me acompañaba sólo el olor hermoso y profundo de la gran dama de noche que estaba en una de las muchas macetas. Era una casa inclusiva: entraban por sus puertas y ventanas los amigos de mis viejos, mis amigos: gente de todos los tamaños y colores y preferencias sexuales. Me mudé de ahí a los 18 años y durante muchos más, cuando no podía pasar la noche e iba a penales con Caronte, tomaba algunos whiskies que, invariablemente, me hacían extrañarla y agarrar el teléfono para llamar y molestar a los que vivían ahí. “Estás viviendo en mi casa”, les decía a los que me atendían. Ahora hay una casa llena y una casa vacía. No sé en cuál de las dos estoy.