Recién arrancan, escabrosos, los 80; Galtieri se aventura a las Malvinas y la ropa de la película es ardua y buscada con esmero: suéteres Bariloche apastelados y posiblemente marplatenses, pantalones pinzados en gabardinas adamantinas que se ajustan a la cintura sin saber para qué, un calzoncillo estampado en op-art que hoy parecería una malla o cualquier cosa. Me pruebo todo sin chistar y la vestuarista –ante la falta de espejo en locación– me susurra: “No te preocupes, igual nunca podremos vernos, salvo a través de un artificio”. Cuánta razón. Que el artificio se llame espejo, Full HD o selfie no le resta espanto al trauma: podemos ver con nuestros ojos nuestras extremidades, nuestro abdomen, nuestro sexo, pero nunca la espalda y mucho menos, nunca, jamás, el propio rostro, las puertas hacia el alma. Recuerdo que noté esto por primera vez en Psicología, en cuarto año, tratando de iniciarme en la materia. Y de entender qué somos psíquicamente las personas. Y qué historia nos contamos sobre lo que no se ve.
El deseo de verse, de reiniciar de un plumazo esa incompletitud, genera más de un manotazo de ahogado. El cine es quizás el más notable, si dejamos de lado a su hermana manierista, la TV. Ya desde su prehistoria, el problema de cómo vemos “naturalmente” y de cómo reproducir esa “naturalidad” conduce a una seudociencia de lentes, cortes y ejes que requiere unos cuatro años de estudio en las escuelas. Dos personas enfrentadas que hablan un poco (algo que en teatro se da per se y sin artificio) se convierten en cine en una batería de agujeros negros. Primero se ve hablar a uno y el otro se ubica en referencia, es decir, se le ve la nuca, un hombro, un pedacito expresivo: esto hace que el espectador crea que está adentro de la situación y no en su butaca. ¿De dónde habrá salido esta directriz del ojo? Después se da vuelta la cámara para filmar al otro hablante. El público no lo sabe, pero ese movimiento lleva horas: hay que sacar a todos los que estaban de ese lado con sus cachivaches y armatostes, pintar paredes que se veían mal, ajustar empapelados, desenchufar todo y enchufarlo en otra parte, vigilar que el sol no haya cambiado o anularlo directamente con unos paneles gigantescos que se caen cuando hay viento y que se atan con métodos tan sofisticados que justifican la aparición de una profesión entera y sindicada, remaquillar a los actores sobre los que el tiempo sigue trabajando en línea recta hacia el desastre y que en la pausa han recibido llamadas de sus agentes, de sus ex, de sus maestras jardineras, de sus contadores olvidadizos. Cuando todo está listo, el director simplemente vuelve a solicitar la naturalidad de ese diálogo, ahora macerado de Cronos como una sangría o una purga.
Se hace lo que se puede, sobre todo usando el suéter Bariloche. Al final de la jornada, todo pega, toda esa mentira escandalosa al servicio de una reconstrucción para satisfacer a un ojo cómodo, inventado en Hollywood hace más de un siglo. Claro que hay directores que filman de otra manera. Pero cuando lo hacen saben que transgreden. Que la ley es implacable, si bien arbitraria. Entonces saltan ejes, dejan crecer barbas que no estaban, dibujan con el sol en las paredes lo que Natura determine. También así se puede contar la misma historia.
En este caso, por ejemplo, la historia es Malvinas y vale mil veces la pena. Es una historia que nos ha sido sustraída con engaños. En ese ejercicio sistemático de ajustar los planos a la comodidad, ¿nos hemos contado esta historia para satisfacer a qué tipo de ojo? No me refiero al cine, sino a la Historia con mayúsculas. A cómo la Historia agrupa las historias y las sella para siempre.
Toda vocación artística surge de desestimar la objetividad de la Historia. Explorar el alma y el guardarropas de los sujetos a los que esa Historia dejó silbando bajito a fuerza de imponer a gritos una versión pública y solemne.
En esta película que filma Nicolás Savignone yo soy un padre no especialmente preparado que de pronto debate si no será más justo ayudar a su hijo a desertar. Me espera un largo viaje. Tiene razón mi vestuarista: no nos veremos, no nos entenderemos, si no es a través de un artificio.