Llevó casi dos décadas, pero la afirmación de un presidente que desde Buenos Aires haya dicho que Argentina y otras naciones similares (“de renta media”) «se parecen cada vez más a los países pobres» parece cerrar un círculo iniciado en la implosión de la convertibilidad.
Desde la traumática experiencia de fines del 2001, se instaló un debate si el país se había empobrecido o era un país pobre que se resistía a aceptarlo. Así como el diagnóstico inmediato de las causas del abandono de la convertibilidad no tuvo el consenso necesario para reformular una nueva política de Estado, con los necesarios desacuerdos instrumentales, tampoco existió un consenso si la caída en todos los indicadores había sido, en aquel momento, algo pasajero o marcaba una tendencia.
El Observatorio de la Deuda Social Argentina, de la UCA, que se lanzó justamente en aquella difícil coyuntura, fue marcando con las respectivas luces de alerta, que en cada crisis la pobreza aumentaba dramáticamente pero su vuelta atrás era mucho más lenta durante la recuperación. Esos serruchos tan característicos de la actividad económica del último medio siglo, fueron suficientes para ir elevando el piso de los índices de pobreza. Desde que se empezó a medir sistemáticamente subió del 10% total, al 20% en los ’90 cuando la tasa de desempleo quedó por encima de los dos dígitos y al 30% hasta la gran devaluación del 2018 cuando encontró un nuevo piso, en el 30% pero que también superó durante la pandemia. Ahora, un 40% no es un techo sino un mínimo, con espacios urbanos en los que más de la mitad de la población está por debajo de la línea de la pobreza y todavía más alto el porcentaje de menores de edad que no alcanzan dicho límite.
Además de la inestabilidad económica o, quizás, producida por este mismo fenómeno, lo que explica mejor el aumento en la tendencia de la pobreza en los últimos 40 años en que se fue midiendo, es la caída continua en el empleo formal en el marco de una economía estancada. En los últimos 20 años, el PBI total aumentó un promedio de 0,8% anual, pero como la población creció 1,1% cada año, la resultante arroja una caída del PBI per cápita de casi medio punto porcentual promedio por año. Y una economía estancada y además con el castigo adicional de una alta tasa de inflación produce desánimo, caída en la tasa de inversión y erosión de las fuentes de trabajo de calidad. La precariedad laboral, la informalidad y la pobreza creciente son una consecuencia directa de este estado de situación.
Si este fuera el común denominador en los países de “rentas medias”, como sentenció el Presidente, la solución en la que convergerían todos los damnificados, sería un pedido global de reseteo del sistema económico mundial. Ese pedido existe, pero no gracias a la situación argentina, sino a pesar de ella. Es que resulta temerario etiquetarse en el mismo grupo que, por ejemplo, los países de la región, cuando su performance económica fue muy superior a la argentina, salvo en un solo caso: Venezuela, que en todos los gráficos queda fuera del cuadro. Incluso, el impacto de la pandemia, no fue igual para toda América latina: de 2019 a la recuperación de 2021, el PBI cayó 1,7%, cuatro veces menos que el proyectado para nuestro país (-7% en esos tres años). Argentina acumuló en todos estos años graves deficiencias en la producción, endeudamiento externo, en su infraestructura, en sus variables monetarias, sociales y en la distribución del ingreso. Pero no parecería que un diagnóstico rápido que hoy nos iguala en algunos indicadores a quienes miraban con admiración el potencial económico, la capacidad de ascenso social y la diversidad cultural de nuestro país, se deba a las mismas causas. No siempre la raíz de nuestras falencias está en lo que otros deciden por nosotros. No es un año, ni un gobierno. Con más de 37 años de vigencia democrática ininterrumpida, vale la pena indagar sobre la multiplicidad de causas que explica nuestro fracaso económico.