Buscando un poco de variedad que me sustraiga al discurso sobre dólares y Lebac y deudas, encuentro en La Nación una nota muy bien informada sobre la filmación de Siete años en el Tíbet, película que protagonizó Brad Pitt en su momento de alpinismo actoral. Por una cuestión de costos, el Tíbet se trasladó a Mendoza, que si no tiene el Himalaya tiene el Aconcagua, y aquí cayó la troupe fílmica, que incluía a yaks, monjes budistas, y la estrella con cara de yanqui tierno.
En esa época yo trabajaba en un semanario de extremo rigor periodístico pero de errático criterio en la selección de personal (soy el ejemplo), y me mandaron junto con un fotógrafo a entrevistar al rubio o cuanto menos a conseguir robarle unas fotos de cerca. Misión imposible, como todas. El fotógrafo estaba preocupado, en tanto que yo, que había anticipado estoicamente otro fracaso más en mi carrera, andaba de lo más tranquilo.
La falsa Lhasa de cartón piedra se situaba en medio de un amplio campo del Ejército Argentino que desbordaba de carteles de advertencia: “No cruzar, peligro. El centinela abrirá fuego”, etcétera. A esa distancia, y aún con el zoom de la cámara, el fotógrafo no lograba enfocar nada. Harto, me dijo: “Crucemos los alambrados así nos acercamos”. Yo le señalé el cartel, le dije: “Vamos a tener problemas” y él dijo que no había nadie vigilando y que su trabajo era sacar fotos. Cruzamos. Mi compañero empezó a buscar a su objetivo actoral. Alguien debe de habernos detectado, porque a los cinco minutos vemos venir un coche de la policía provincial. Frena. Se bajan dos gordos armados con escopetas. Nos piden los documentos y, cuando se los mostramos, dicen que van a retenerlos porque infringimos una disposición. El fotógrafo le dice que somos periodistas y que no pueden. El gordo 1 dice que sí, que puede. El fotógrafo dice que no, y que nos los devuelva. El gordo 2, nervioso, dice que cumplen órdenes de su jefe y que vamos a tener que acompañarlos a la comisaría. En plan didáctico, para que el fotógrafo advierta el riesgo de la situación, le digo: “¿Y si su jefe le dice que nos pegue un tiro a cada uno, usted qué hace?”. Gordo 1 (o 2) me contesta: “Les digo que se arrodillen y empiecen a rezar”. “¿Por cruzar un alambrado?”, le digo. “Ordenes son órdenes”, contesta.
Después de eso, hablaron por el walkie-takie, y al rato a José Luis Cabezas y a mí nos devolvieron los documentos.