El desalojo del barrio Papa Francisco evidenció que los profundos problemas que dieron lugar en 2010 a la toma del Indoamericano continúan vigentes. Como consecuencia del retroceso en la gestión política del conflicto social predominaron las situaciones de abuso para que las 700 familias ocupantes dejaran el asentamiento y quedaran en la calle perdiendo sus escasas pertenencias. Las autoridades de la Ciudad y de la Nación criminalizaron la toma y el Poder Judicial reforzó el problema al procesar a varios referentes barriales y aplicarles la prohibición de ingresar al predio, una medida que debilitó la organización comunitaria y favoreció la permanencia de bandas criminales. Adicionalmente, estos mecanismos ocultan el incumplimiento, con mayor impunidad, de las leyes aprobadas que obligan a la urbanización de las villas.
El conflicto por las tomas de tierras expresa la incapacidad de proveer a miles de hogares de un hábitat digno, oportuno y asequible. Sobre el Estado recae la responsabilidad por el déficit estructural de viviendas producto, en gran medida, del funcionamiento especulativo del mercado inmobiliario. En esa zona de Lugano se hacen dramáticas las reglas de juego de producción de una ciudad conducida por un urbanismo excluyente. El Estado asegura la renta especulativa para grupos privilegiados y reduce al mínimo las posibilidades de acceso a la vivienda de los sectores pobres y medios.
El último censo mostró que en la CABA la cantidad de familias creció mucho más que las viviendas disponibles para ellas y que cerca de 170 mil casas y departamentos estaban desocupados por razones especulativas. Así, desde 2001, la cantidad de hogares convivientes en la capital creció un 314%: esto significa que más de 5.700 familias por año tuvieron que compartir vivienda con otra. Al mismo tiempo, la exclusión se agravó por el aumento de la informalidad. Entre los dos últimos censos, cerca de 54.700 hogares se agregaron a las villas, inquilinatos ilegales, tomas de casas o terrenos.
En paralelo con las mejoras económicas del país, el mercado inmobiliario aumentó sus precios de una manera incontrolada. Lo que se paga en la Argentina por un inmueble es desproporcionado comparado con el ingreso medio de la población. Un estudio de Martim Smolka del Instituo Lincoln de Políticas de Suelo muestra que un lote con servicios completos ubicado en la periferia de Boston cuesta (en dólares) lo mismo que uno ubicado en igual situación en las principales ciudades de América Latina. Esta situación no es independiente de las decisiones de políticas públicas sino más bien su consecuencia.
En la Ciudad de Buenos Aires, emprendimientos como la construcción de Puerto Madero, el traslado de la sede del Gobierno de la Giudad y la promoción de normas que facilitan las inversiones en torres y centros comerciales de lujo son parte de los múltiples dispositivos que terminan beneficiando a un sector social pequeño. Esto, que se presenta como un progreso para la ciudad, esconde el crecimiento de los precios de la tierra y la vivienda, la concentración de la oferta y el agravamiento de la exclusión social. Las decisiones urbanísticas públicas generan ganancias para los grandes inversores privados sin que una parte se recupere para políticas de hábitat.
Es necesario cambiar el eje de las políticas urbanas para que dejen de girar en función del mercado e incorporen una perspectiva de derechos humanos. Desde este enfoque, el desarrollo territorial se entiende como un proceso de construcción colectiva donde las condiciones de vida de las personas mejoran en un marco de justicia social. Para ello y para eliminar las desigualdades urbanas, es prioritario intervenir en el mercado inmobiliario, hacer prevalecer el interés común sobre el individual y articular las políticas habitacionales con las de tributación equitativa de la tierra. Con un cambio de paradigma y de políticas, las soluciones habitacionales sostenibles son posibles.
*Director del Area de Derechos Económicos, Sociales y Culturales del CELS.