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Políticas lingüísticas

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La curiosidad de Rafael Spregelburd lo llevó, hace unas semanas, hasta un Diccionario Latinoamericano de la Lengua Española lanzado por la Universidad de Tres de Febrero (puede usarse en http://untref.edu.ar/diccionario/), de cuyo diseño y puesta en línea participé.

En poco menos de un mes, el Diccionario tuvo miles de visitas, cuenta ya con un repertorio de 380 palabras y debates implícitos que se dejan leer en la votación de los usuarios (pulgar para arriba/ pulgar para abajo).

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Una de las características del Diccionario es que quien ingresa una definición debe decidir también una valoración del término definido (si considera que la palabra es técnica, humorística o despectiva) y un registro específico para su uso (el ámbito familiar, estudiantil, literario o juvenil, digamos). Bien pronto nos dimos cuenta de que nos faltaban marcadores. Por ejemplo: ¿por qué no están los Estados Unidos en la lista desplegable de países a elegir? Después de todo, el español es la segunda lengua de los Estados Unidos y es difícil e injusto atribuir una palabra usada allí a los países de origen de los migrantes, porque muchas veces el término es propio de esa babel lingüística efecto de la migración masiva.

En cuanto a la valoración, las polémicas en las que se vio envuelta la Real Academia Española a propósito de los usos sexistas del lenguaje (“Sin léxico sexista no se podría hablar”, dijo un académico) nos alertaron sobre ese marcador: nos gustaría saber si los hablantes son conscientes de la fuerza discriminatoria de las palabras que utilizan (“presidenta”, por ejemplo). Pedimos, por lo tanto, que se incorporara la etiqueta “sexista” a las posibilidades de valoración.

Con los registros el asunto se complica porque la lista puede ser infinita: “invisibilizar”, un término que ya puede encontrarse en muchos papers académicos, fue en principio una (horrible) palabra del registro “periodístico”. Y la mayoría de las diferencias que los hablantes latinoamericanos encuentran en sus léxicos tienen que ver con la denominación de plantas y animales comestibles, es decir, con el registro culinario (“boniato” es nuestra “batata”, y así sucesivamente). El periodismo (que es tal vez el registro de prosa más atado a los vaivenes del presente) y la cocina son enormes calderos de invención terminológica y merecían tener una etiqueta propia.

Y después están las minorías, el famoso diez por ciento. No los que pagamos impuesto a las ganancias, sino los que sostienen la disidencia sexual, al apartarse de la heteronormatividad. ¿Tienen su propio vocabulario? Agregamos un marcador, para averiguarlo. “Rural”, sin embargo, no será nunca un registro de este diccionario, porque suponemos que los medios han acabado con la diferencia respecto de “urbano”, y “político” tampoco: sabido es que en ese registro las palabras son indefinibles o quieren decir cosas siempre diferentes, según las circunstancias.