Las navidades, el nacimiento del niño divino, la idea de que era un pescador de almas rodeado de apóstoles que eran pescadores de verdad, me vinieron a la mente cuando leí que una legión de palometas rosarinas acometió a los acalorados bañistas que se arrimaron a la orillita del Paraná.
Algo debe estar pasando en el mundo, quizá un trastorno cosmológico de una dimensión que no alcanzamos a evaluar, para que unos pescados carnívoros que se alimentan de la carroña hayan decidido convertir a bípedos vivos en nuevo objeto alimenticio.
Recuerdo haberme tirado una vez a un afluente del Amazonas, hará unos añitos, y el guía que me llevaba me dijo: “En tanto no sangre, no pasa nada”. Y así fue, con las pirañas mansitas como lombrices. Quizá se retorcían de deseo gastronómico, pero obraron con discreción permitiéndome escribir, años más tarde, esta columna.
Pero los signos de lo nuevo no siempre operan con discreción. Acabo de ver en internet el video de una estimulante y bien nutrida joven germana que se pintó las glándulas mamarias con una frase en inglés que decía “Yo soy Dios”; tenía todo el aire de una actriz ensayando su obra anti teológica, porque representó la escena en una iglesia, interrumpiendo la evocación navideña, para escándalo presunto de los feligreses que corrieron a bajarla de la mesa de la misa y a taparla en salvas sean las partes y a retirarla del templo arrastrándola por las patas demoníacas.
La afirmación de la veinteañera teutona es tan temeraria como cierta, y desde cualquier punto de vista que lo miremos. En tanto que la fe es una posición principista que postula el pensamiento sobre las maneras de ser y decir y hacer de un ser firmemente incomprobable, toda frase al respecto carece de objeción posible.
Donde la belleza se planta y arma escándalo, allí se construye la casa de Dios, para mordisquear la conciencia de la tradición, como fervorosa palometa.