Estos últimos diez años son esenciales para comprender hasta qué punto la Argentina quedó traumatizada como consecuencia de la gran crisis de comienzos de siglo.
Siempre existieron sectores nacionalistas (de derecha y de izquierda), pero nunca como ahora había aflorado con tanta vitalidad el “vivir con lo nuestro”: buena parte del país teme incorporarse al mercado mundial luego de la inconclusa y fallida experiencia de los años 90. La
globalifobia local encontró en el kirchnerismo un entorno amniótico ideal para fortalecerse y convertirse en ideología. El mundo ayudó. Durante la década, el sistema internacional se tornó más caótico y turbulento que de costumbre. A comienzos de siglo, además, implosionó la hegemonía militar norteamericana con los ataques del 11/9. Pero fue la crisis financiera la que terminó de configurar un mundo sin hegemonías. Pasamos de la bipolaridad de la Guerra Fría a una breve unipolaridad (los años dorados de Clinton) para terminar en la actual apolaridad.
Se desvanecieron los poderes tradicionales en los planos económico, político y simbólico, incluyendo la seguridad internacional. Existen, pero no influyen como antes. Cambalache desplazó a La Marsellesa, The Star-Spangled Banner (el himno de
los Estados Unidos) y a La Internacional. No es sencillo convencer a los argentinos de las bondades de integrarse a un mundo sin orden ni certezas, pero no quedan alternativas.
La táctica del aislamiento llegó a su límite y sólo produce cepos y estanflación. El próximo presidente encontrará una sociedad asustada y en buena medida ignorante de las ventajas y los riesgos de volver a conectarse con un sistema global interdependiente e inestable.
Por su parte, Argentina protagonizó en estos años una profusa revitalización del fenómeno populista (la versión 2.0 del Facundo: caudillismo y clientelismo con redes sociales). Esto también puede explicarse en el contexto del trauma de la gran crisis: el pánico a las estructuras de mercado empujó a un gran número de connacionales a aferrarse a la mano visible (pesada, opaca, presumida) del Estado.
Así renació la política. Del “que se vayan todos” caímos, casi sin querer, en el “que manejen todo”. Los excesos, ese karma (con k) tan argentino. Alguien se equivocó feo y pretendió “ir por todo”. Confusiones típicas de los “regímenes híbridos”, formaciones singulares que combinan mecanismos democráticos de acceso al poder (elecciones relativamente libres y justas) con prácticas cuasi-autoritarias ejercidas mediante los recursos de la hiperconcentración de la autoridad en el líder (como en Venezuela, Ecuador, Bolivia y Nicaragua, pero también en Turquía, Hungría y Sudáfrica).
Estos regímenes profundizan la debilidad institucional que explica su génesis: crisis de representación, fragilidad del régimen de partidos políticos, corrupción y captura de los otros poderes del Estado, en particular la Justicia. Y florecen, claro, los negocios para los amigos y entenados: el nepotismo y el capitalismo prebendario son parte fundamental del sistema.
Pero, por sobre todas las cosas, los regímenes híbridos detestan a los medios de comunicación independientes. Detestan, en verdad, la libertad. Feliz cumpleaños, diario PERFIL: sos más importante que nunca.
*Analista político.