En la columna de ayer, “Malvinas y Crimea (Putin y Cristina 1)”, al comparar los conflictos del mar Negro con el nuestro del Atlántico sur, se comenzó a visualizar que a pesar de las distancias entre Rusia y Argentina tenemos muchas similitudes.
Las diferencias geográficas, históricas o étnicas no impiden que en política interna y economía haya paralelismos con Argentina que sorprendan. Putin, como Néstor Kirchner, asume en un país arrasado por el default de su deuda, se beneficia del boom del crecimiento de los precios de las materias primas (al igual que en Argentina, las exportaciones de Rusia son mayoritariamente commodities), y el bienestar social que eso produjo le permitió gozar de enorme popularidad, que aprovechó para poder gobernar durante cuatro períodos presidenciales (originalmente los 16 años K, que en el caso de Putin, en lugar de que fuera su esposa –la Constitución no se lo permitió– lo reemplazó su mano derecha). Y utilizó ese poder para promover un culto a su personalidad, disciplinar a todos los medios de comunicación –que hizo comprar por amigos o por empresas directa o indirectamente controladas por el Estado (Gazprom, la YPF rusa, controla uno de los principales diarios y el principal periódico económico, respectivamente, Izvestia y Kommersant)–, disminuir la autonomía de los gobernadores locales reforzando la del gobierno central y crear su equivalente a La Cámpora, llamado Nashi (“nuestro”), ala juvenil nacionalista de su partido, Rusia Unida.
Le resulta más fácil entender qué pasa en Rusia a un político o analista argentino que a uno inglés. Una de las explicaciones a esta paradoja puede encontrarse en la antigua teoría del centro y la periferia, por la cual San Petersburgo, la antigua capital zarista, se encontraba tan lejos del centro –que representaban Londres o París– como lo están Milán o Madrid, ciudades de países de donde provienen la cultura y la población argentina.
No es casual que Putin haya registrado con empatía las críticas de Cristina Kirchner a la OTAN al punto de llamarla para valorar su gesto, ni que Cristina haya coincidido con la visión rusa sobre una “Europa hegemónica”.
“El populismo –dijo Laclau– no tiene un contenido específico, es una forma de pensar las identidades sociales, un modo de articular demandas dispersas, una manera de construir lo político”. El populismo se dio en mayor proporción en Latinoamérica, pero Asia y África no se quedaron nunca atrás. Y ahora, ya sin los límites del aparato comunista, Rusia se convirtió en el mayor Estado populista del mundo, confirmando que su famosa alma rusa (russkaya dusha) “aúna la exuberancia latina con la sutileza oriental”. Por la Iglesia Ortodoxa, que es cristiana y apostólica, Moscú se autotitulaba “la tercera Roma”; la segunda era Constantinopla.
Los rusos, al igual que los argentinos, tienen una mayor tendencia a cierta bipolaridad que combina la tristeza y la famosa melancolía rusa con un humor ácido. Aman a su país profundamente y también lo critican: en lunfardo ruso, sovok significa desganado que se acostumbró a vivir de los subsidios de la época soviética, y novi ruski, nuevo rico del capitalismo de amigos de Putin. El poeta ruso Fiódor Tiútchev escribió algo que podría adaptarse a la Argentina: “No se puede entender a Rusia con la razón, sólo creer en ella”.
El mal llamado “relato”, antes que en el nacionalismo europeo, lo potenciaron los rusos en su etapa soviética. Lenin y Stalin entendieron la importancia de la cultura como herramienta política, y en 1932 el Partido Comunista pidió oficialmente a los intelectuales “una representación concreta de una realidad en su desarrollo revolucionario”. Un ejemplo curioso aplicado a las ciencias duras fue el del famoso neurólogo Oskar Vogt –por su prestigio, un equivalente al Facundo Manes de entonces–, quien publicó un artículo sobre el cerebro de Lenin (tras su muerte, embalsamado) en el que justificó su genio porque “las neuronas piramidales de la tercera capa de la corteza cerebral eran particularmente largas”.
En Rusia se habla de “comunismo sociológico” o “zarismo sociológico” para describir las costumbres que siguen estando presentes más allá del sistema de gobierno o su orientación ideológica. El más palpable es el sentido de autoridad y jerarquía por el cual uno manda y todos los demás obedecen, autocracia que también se considera atributo del peronismo.
Otro ejemplo de esa ensalada rusa que nos emparenta es que Rusia y Argentina son los dos países donde sus ciudadanos tienen más dólares depositados en el exterior, alrededor de 200 mil millones de dólares cada uno (peor en nuestro caso, porque las reservas del Banco Central de Rusia tienen un cero más que las del de Argentina). Además, en ambos países también el 50% de la población vive por debajo o cerca del umbral de pobreza.
La obsesión por controlar los medios tiene una doble función: que no se difundan determinadas noticias pero que sí accedan a ellas quienes dirigen el país y puedan tener ojos en todos lados. En la época en que los medios eran del Estado, ese equivalente era la Central de Inteligencia: en la época soviética, KGB (Comité para la Seguridad del Estado), y en la última, su sucesora, la FSB. Putin, antes de ser primer ministro y presidente, dirigió la ex KGB; y Andrópov (sucesor de Bréznev), también la comandó.
Una de las características de los sistemas políticos no autocráticos con división de poderes es contar con una sociedad donde la información verdadera no sea sólo patrimonio de la dirigencia. El populismo es una de las posibles evoluciones del desconocimiento público. Por suerte en Argentina tenemos amateurs en comparación con Putin.