COLUMNISTAS
resurreccion imaginaria

Por qué gana Cristina

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Una vez por década me encuentro con pruebas de la existencia de los “hrönires”, esos objetos inventados por Borges, producidos por la imaginación, y que se materializan en el presente, presumiblemente hasta capturar y reemplazar la realidad. Una vez fue un modesto paquetito de grisines, que tenía por fecha de vencimiento 12 de agosto de 1880; más cercano en el tiempo, de un muy próximo futuro, el último día de julio encontré en una librería de San Isidro un ejemplar de la nueva novela de Piglia, El camino de Ida, fechada en agosto de 2013 en Argentina, y en septiembre del mismo año en España. Esa desmaterialización de la realidad, o la tenue promesa de que objetos reconocibles pero venidos de otros ámbitos u otras épocas surcan el presente, indican que lo fantástico no ceja en su voluntad de existir.  No de otro modo, parecería, obra la propia literatura sobre las conciencias.

Lúcidamente, el propio Piglia advierte la matriz cervantina de su personaje principal, un terrorista ecológico y solitario, construido sobre la figura del Unabomber, quien –según cuenta su libro, y no habría por qué no creerle– decidió pasar a los atentados demenciales luego de una lectura “seria” de El agente secreto, de Conrad. Suspender en la realidad un acto, o propiciar un acto para cambiar la realidad, en esa oscilación transita la más rica tradición de la literatura. Scherezade construye con palabras una eternidad provisoria para demorar su propio asesinato, y derogarlo luego, cuando nazca su hijo y el Gran Visir “la perdone”. Cervantes, que leyó o supo de Las mil y una noches, inventa un hidalgo que, a fuerza de leer un género idealista, reaccionario y moribundo, cree que la realidad debe transformarse en la figura de sus sueños literarios. Son las palabras las que construyen la realidad perceptible, o al menos la realidad tal como la percibimos. Si Ignacio de Loyola, en su período de soldado, y al ser herido por una bala de cañón, hubiera encontrado en su convalecencia otra literatura que la del típico género de la vida de santos, no habría sufrido su conversión mística e inventado la soldadesca orden de los jesuitas, y hoy no tendríamos papa argento y peroncho. Sofistiquemos un poco la apuesta: Jesús –en un todo de acuerdo con la vulgata de Paulo Coelho– decide que es aquí y ahora al intervenir la aporía judaico-kafkiana de la demora infinita y se autoerige en el Mesías de un presente que luego San Pablo dispara brillantemente al infinito de la invención al proponer como acto histórico la imposible resurrección de los muertos. Sólo lo imaginario se vuelve real: por eso funciona el relato de la política –no los hechos, que la suma de relatos vuelve incomprobables. Y si los límites del lenguaje son los límites de nuestro mundo, no habrá mejor escritor que aquel que invente una nueva lengua o reúna todas las lenguas en una.

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