Tanganica no existe. Antigua colonia alemana, después inglesa, se independizó en 1962. Su primer presidente fue Julius Nyerere, legendario líder de la unidad africana. Dos años más tarde se unió con Zanzíbar y el resultado se llama hasta hoy Tanzania. La bandera es verde, azul, amarilla y negra. Pero la de Tanganica británica era roja, tenía la Union Jack arriba a la izquierda y un círculo con una cabeza de jirafa a la derecha.
La política de Nyerere, a diferencia de la de sus vecinos, fue austera y tolerante: evitó masacres étnicas como en Ruanda y megalomanías como la de Idi Amin en Uganda. Sin embargo, en 1985 se retiró amargado por el fracaso de su proyecto: unida y pacífica, Tanzania no pudo evitar otras calamidades africanas: el hambre, la desigualdad, la falta de recursos. En 1983, cuando Nyerere renunciaba, se detectaron los primeros casos de sida. La enfermedad hizo disminuir la expectativa de vida de 61 a 46 años (si es que esas estadísticas son confiables).
Aunque amenazadas de extinción como el resto de los mamíferos exóticos, las jirafas siguieron allí y hoy permiten que los turistas sigan visitando el país. Pero en 1961, en pleno proceso de independencia y antes de que el safari se convirtiera en una industria, las jirafas protagonizaron una película junto con cebras, antílopes y rinocerontes. Y John Wayne. Se llamó Hatari! (que quiere decir “¡peligro!” en suahíli), la dirigió Howard Hawks y está dedicada al “gobierno, al pueblo y a los animales salvajes de Tanganica”. Es una película notable pero, con los años, su carácter excepcional se hace más evidente. Baste decir que la bella, simpática y olvidada Elsa Martinelli se baña (en la bañadera) con un leopardo, y que hay un plan para cazar 500 monos que consiste en hacerlos subir a un árbol y luego hacer caer sobre ellos una red impulsada por un cohete casero. Estas maravillas ocurren frente a los ojos del espectador y las escenas de cacería (sin muertes, ya que los cazadores trabajan para un zoológico suizo) cuentan con los animales y los actores en vivo.
Nada ocurre en Hatari!: las bromas, los amores y las borracheras sirven de excusa para separar las salidas a campo abierto. Allí se lucen los avestruces, las jirafas, los búfalos y roban cámara tres increíbles elefantitos que dieron origen a un famoso tema musical de Henry Mancini. Pero no hay que olvidar a Wayne. En un gran libro titulado La politique des acteurs (1993), dice Luc Moullet: “Este hombre que nunca hizo teatro, este odioso reaccionario, se encuentra al mismo tiempo a la vanguardia absoluta en materia de actuación. Si uno considera las grandes películas de hoy (Hartley o Kiarostami, Muratova o Bresson, Kieslowski o Rohmer, Oliveira o Straub), habría que citar como precursor a Wayne y su presencia discreta, su silueta integrada perfectamente en la tapicería del film”. Luego de años de repudio, Wayne es hoy un lugar común de la cinefilia. Hay muchas razones para avalar esa idolatría, pero Hatari! aporta un argumento definitivo. Desde Errol Flynn hasta Clark Gable, muchos actores de Hollywood podían hacer el papel de cazador, pero ninguno podía como Wayne hacer de animal, lograr que su presencia singular y silenciosa fuera equivalente a la de un búfalo.
Ver Hatari! en una copia perdida, deformada por el cuadrado del televisor, produce una impresión muy poderosa: la película no sólo es una evocación de la naturaleza y de la libertad sino de su pérdida. Hoy esa película no podría filmarse. Las aseguradoras impedirían que los actores corrieran riesgos y los animales estarían dibujados como los dinosaurios de Spielberg. Pero, más calladamente, no estarían escondidas entre las imágenes –a modo de contraparte de la belleza y la alegría de la película– las esperanzas de autonomía y prosperidad de un continente. Sería difícil también que una bandera tuviera una jirafa dibujada.