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¿Por qué no le iban a sonreír a Videla?

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Sobre los reyes uno puede tener una mirada contemplativa porque son cosa de otros; pero un día sucede algo que los aleja de la mirada benévola de los partidos de truco, donde valen poco si no tienen buena compañía, y se nos incrustan en los huesos con marcas de rabia. A mí me sucedió un par de meses después del mundial de fútbol de 1978, el que Argentina ganó bajo la lluvia de papelitos con que Clemente, un dibujito, le ganó la pulseada al relator José María Muñoz, aquél que declamaba que los argentinos éramos derechos y humanos, mientras Videla y su banda hacían desaparecer gente y regalaban niños de madres asesinadas.

De allí en más, en cada mundial me acuerdo de los reyes de España, Juan Carlos I y Sofía de Grecia. Cuando la dictadura se resentía por un aislamiento internacional de cierto peso, tres o cuatro meses después de un certamen con una afluencia récord de periodistas que, pasando por deportivos, venían tras los rastros de los campos de concentración, los reyes llegaron a Buenos Aires de visita.

Ellos sabían qué estaba sucediendo en Argentina. Muchos familiares de desaparecidos de origen español les habían pedido ayuda. Lo sabían como todos los jefes de Estado de la Tierra, y Juan Carlos I era el jefe del Estado español. Es más, parte de la prensa española de esa época, incluso los defensores de la monarquía, le decían que no era momento de visitar Argentina; que no era momento de intercambiar abrazos con la dictadura. Pero el rey no quiso faltar a su trabajo de lobista para las empresas españolas. Al fin y al cabo, nunca sintió ninguna incomodidad por tratar con dictadores o genocidas, como el rey Mohamed IV de Marruecos o Teodoro Obiang, el tirano que va para perpetuo en Guinea Ecuatorial. Además, Juan Carlos I, que se curó de todos los espantos en la escuela de Francisco Franco, sabe separar los negocios del amor.

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Yo, en ese tiempo, estaba en uno de los dos pabellones de la Unidad 9 de La Plata, que –internacionalmente y de las rejas hacia dentro– se conocían como “Pabellones de la Muerte”. Allí estábamos los “irrecuperables”, el grupo del que, de cuando en cuando, sacaban a alguno que ya no volvía, a ninguna parte. Para satisfacer la curiosidad sobre esa etapa siniestra, que se cobró la vida de presos y familiares de presos, alcanza con ver el film Condenados, estrenado hace muy poco en Buenos Aires. Para confirmar lo que allí se cuenta sobra con las condenas, varias de ellas a perpetuidad, del director de la cárcel en ese tiempo, médicos, oficiales y tropa.

Detrás de esas rejas, sabiendo que nuestras vidas dependían del frágil hilo de la mirada internacional sobre los Pabellones de la Muerte –que le impondría una carga muy grande al gobierno si nos boleteaba en masa– supimos de la llegada de los reyes de España y de la eufórica bienvenida de la dictadura. Llegaban para lavarle la cara.

Por suerte a la reina Sofía, en una soirée del Colón, le robaron la capa con que velaba el escote de su vestido de noche. Alguna vez el gran Gila dijo que los mejores chistes se te ocurren un minuto antes de tu fusilamiento, tal vez porque el humor espanta a la muerte. Viví, vivimos, como uno de los mejores chistes el circo que siguió al robo, imaginando a la piara de servicios y torturadores olfateando huellas para restituirle la capa a la reina de España, y que no fueran a pensar que los argentinos éramos una manga de chorros, como si ser ladrones pudiera echarles más barro encima.

Como en toda farsa, al final saltó que una “señora bien” la había hurtado para tener un recuerdo y, por supuesto, Sofía le regaló la capa. Toda una reina, ella.

Tengo para mí que, si no sintieron el olor a tortura y muerte que flotaba sobre Argentina, no fue por maldad; es que venían con el olfato acostumbrado. Su trono descansa sobre los 240 mil asesinados por el franquismo después de la Guerra Civil. Apestan bajo su alfombra, ¿por qué no le iban a sonreír a Videla?

*Periodista y escritor. Su último libro es El Gordo, el Francés y el Ratón Pérez (Punto de Encuentro).