El nombramiento del cardenal Bergoglio como papa puso en evidencia que los misterios del catolicismo y de la Iglesia le resultan doblemente misteriosos a un ateo (o agnóstico, nunca me preocupó la diferencia) de tres generaciones, como es mi caso. Así, una frase de Francisco, pronunciada al día siguiente de ser nombrado, me llenó de perplejidad. Tras anunciar que quería una Iglesia para los pobres, aclaró que había que distinguir la Iglesia de una ONG caritativa. Pero mi incultura religiosa me lleva a pensar espontáneamente que la Iglesia (más allá de sus problemas bancarios) es una ONG caritativa, sólo que más grande, enorme.
A esa confusión contribuye la elección que hizo Bergoglio de su nombre papal. La estampita mediática de San Francisco de Asís que hasta los ateos conocemos es la de un hombre humilde y sencillo, amigo de los pobres y los animales, cualidades que el propio Papa se ha preocupado por mostrar de su persona a lo largo de toda su carrera sacerdotal. En principio, esas cualidades lo distinguen humanamente, pero hacen pensar más bien en un Juan Carr simpático, menos solemne, y con algunos deberes adicionales.
Es imposible hacer un curso acelerado de religión, pero tampoco me gustaría hacer el ridículo como quienes sólo ven en el Papa un actor y un instrumento político, del que la pompa y la liturgia son sólo una pantalla. Un instrumento que tanto puede servir para el barrido de la reacción como para el fregado de la revolución. Claro que la Iglesia es también eso, como lo es su trabajo para confortar y acompañar a los desvalidos.
La Wikipedia no aclara estas cuestiones, así que decidí recurrir a un libro y una película de autores católicos que me explicaran quién fue San Francisco y me permitieran entender por qué Bergoglio había elegido su nombre. Lo logré. Leí San Francisco de Asís de Chesterton (1923) y vi Francisco juglar de Dios de Rossellini (1950), y resultaron dos obras inteligentísimas y esclarecedoras. Si tengo que resumir lo aprendido en el pequeño espacio que me queda, citaré primero a Chesterton hablando del primer Francisco: “Nunca existió un hombre que se mirara en esos ojos pardos y ardientes sin tener la certidumbre de que Francesco Bernardone se interesaba totalmente por él, por el interior de su propia vida individual desde la cuna al sepulcro, de que él en persona era estimado y tomado en serio y no meramente añadido a los restos de un programa social o a los nombres de algún documento burocrático”. Otra observación de Chesterton es que Francisco era un realista y no un nominalista: amaba a los hombres pero no a la humanidad, a los animales y las flores pero no a la naturaleza, a Cristo pero no a la cristiandad. Para él, Dios estaba en las cosas, no en los conceptos. Y eso nos lleva a Rossellini, maestro del realismo cinematográfico, quien filmó la vida del santo como una sucesión de viñetas desopilantes a cargo de sus discípulos, pero mostró que el pobrecito de Asís era un gran líder. Eso explica la contradicción que no sé si se ha señalado en el nuevo papa. Al adoptar su nombre, parecería que encarna una figura celestial, pero de algún modo excéntrica y secundaria para su propia tarea. La película de Rossellini no nombra a Inocencio III, el papa que permitió que Francisco reconstruyera la Iglesia, pero muestra que, de algún modo, Francisco era también Inocencio: no sólo un predicador sino un organizador. El Francisco de Rosselini es a su modo un papa, como terminó siendo el hombre que ahora se llama así. Creo que Chesterton y Rossellini predijeron a Bergoglio.