“¿Y si no se va?” es la tapa de la revista Noticias junto a una imagen de Cristina casi octogenaria con banda presidencial en 2027 corporizando la idea de un Scioli caballo de Troya del kirchnerismo y habilitando –estilo Putin–, a partir de 2019, dos períodos presidenciales más de Cristina Kirchner. Ayer esta contratapa planteó cómo la mayor migración de intendentes de Massa hacia el sciolismo guarda relación con un aumento de las preferencias sociales por continuidad en detrimento de cambio.
Una de las tantas explicaciones posibles para este renacer electoral del oficialismo puede explicarse con la Pirámide de Maslow –por el célebre psicólogo norteamericano del siglo pasado convertido ya en clásico–, sobre las jerarquías de las necesidades humanas. En su base están las necesidades fisiológicas de alimento, descanso, sexo, espacio y temperatura. Inmediatamente después, siguen las necesidades de seguridad con protección, no daño, propiedad privada, consumo, empleo y salud. Más arriba las necesidades de pertenencia y aceptación con familia, amigos, colegas, pareja y amor.
En conjunto, estos tres niveles de jerarquías conforman las necesidades básicas, las cuales no están cómodamente satisfechas en la mayoría de la población argentina, y es contribuyendo a paliar esas carencias como el kirchnerismo cosecha votos: también éste es el sector donde el miedo al “cambio” es miedo a perder esas ayudas.
La Pirámide de Maslow continúa con las necesidades más elevadas, que sólo aparecen una vez satisfechas las anteriores. Allí se encuentran las de autoestima y orgullo de lo que se es, las de poder influir en los demás y las de ser elogiado y reconocido. Y en el tope de la pirámide se ubica la autorrealización, con el disfrute de lo que se hace, la creatividad y la trascendencia.
Gran parte del voto anti K se encuentra en el segmento de la sociedad, no poco numeroso, que, al tener las necesidades básicas satisfechas, reclama un contexto que le permita desarrollar plenamente su potencial para satisfacer mejor sus necesidades más elevadas.
Tener o no tener riesgo de sufrir carencias en el nivel de las necesidades básicas construye subjetividades tan distintas que hace a los integrantes de uno y otro grupo casi extranjeros entre sí, y explica la perplejidad que sienten los anti K para comprender por qué tanta gente puede seguir votando al oficialismo. No sucede lo opuesto con quienes, teniendo carencias, pueden perfectamente imaginarse qué harían si no las tuvieran, quizá porque, como decía Maslow, “sólo las necesidades no satisfechas generan comportamiento”.
Otra forma de acercarse a comprender la subjetividad del grupo con menos recursos y entender la fuerte racionalidad que tiene su distinto comportamiento la aporta Zygmunt Bauman –el sociólogo actual más leído y el creador del concepto de “modernidad líquida”– en su libro Vidas de consumo al reflexionar sobre la obsolescencia de la ética del trabajo y la existencia de una “revolución consumista”.
A mediados del siglo pasado, Perón y otros líderes emancipadores “dignificaban” al ciudadano con el trabajo. Los sindicatos eran el crisol donde surgía el apoyo a los partidos populares y, en el caso del peronismo, fue su fuente principal de apoyo. Pero en el “líquido” siglo XXI es el consumo y no ya el trabajo lo que “dignifica”.
Es consumiendo como el individuo construye su identidad, y consume para “ser”. Escribió Bauman: “Los más desposeídos, los más carenciados, son quizá quienes han perdido la lucha simbólica por ser reconocidos, por ser aceptados como parte de una entidad social reconocible; en una palabra, como parte de la humanidad”. Nadie puede preservar su condición de sujeto sin consumir.
El político más popular sería hoy quien permita a la mayor cantidad de personas acceder a experiencias de consumo. El sindicalista de antaño pierde peso frente al puntero o el líder territorial, que reparte subsidios y posibilidades de consumo que no requieran producir. Pasamos de la era de los productores a la de los consumidores, en la cual los rasgos identitarios del sujeto se definen más por su consumo que por su trabajo porque, por múltiples motivos, cada vez menos gente produce objetos o servicios terminados (la decadencia del oficio: artesano, panadero, etc.).
Cristina Kirchner pudo darse el lujo de pelearse con Moyano y crear una CGT opositora, pero siempre se cuidó de mantener aliados a los líderes sociales. Y hoy Moyano se entiende mejor con Macri, quien como en los 90 promete una “revolución productiva”. También Cristina puede ponerles tope a las paritarias y no actualiza los impuestos que gravan el trabajo en época electoral pero actualiza por arriba de la inflación varios de los subsidios.
“Uno de los mayores daños del kirchnerismo fue que se perdió la cultura del trabajo”, se escucha recurrentemente en determinados círculos. Lo que se podría decir es que el kirchnerismo exacerbó una tendencia del capitalismo tardío, donde el trabajo y la fábrica ya no representan lo mismo. Tampoco el consumo, porque se pasó de una escasez real a una construida, donde no es el consumo de commodities sino el de marcas el constructor de identidad.