La reforma constitucional de 1994 no fue una cuestión que despertó gran interés en la opinión pública y esa indiferencia tuvo como resultado que la elección de convencionales constituyentes fue la que tuvo menor concurrencia electoral desde 1983 hasta esa fecha. Sin embargo, en los ámbitos académicos y políticos provocó relevantes debates, impuso la necesidad de la escritura de una nueva literatura constitucional y promovió modificaciones trascendentes en la vida institucional del país, como la elección directa del presidente o la autonomía de la Ciudad de Buenos Aires.
Pese a que fui opositor a la forma en que se planteó la modificación constitucional de 1994 y a muchos de sus contenidos, consideré que una vez sancionada con el consenso de las mayorías parlamentarias (tanto en el Congreso para declarar la necesidad de la reforma como en la posterior Convención Constituyente) resultaba necesario intentar el mejor desarrollo de los elementos positivos que el trabajo de la Convención incorporó y minimizar los elementos negativos que contenía.
La realidad no fue coincidente con esa aspiración. La inclusión en el texto constitucional de disposiciones que consagraron los principales defectos de la práctica de nuestra Constitución histórica (especialmente, las facultades del presidente para legislar mediante decretos de necesidad y urgencia, delegación legislativa y promulgación parcial de leyes) no solo no disminuyeron sino que se acrecentaron y en vez de atenuar las facultades presidenciales las aumentaron con más concentración de funciones en esa institución. Esta concentración de poder generó gobiernos con evidentes desbordes o francamente débiles. Tres presidentes sucesivos no pudieron terminar sus mandatos constitucionales ni resolver las crisis mediante el uso de los mecanismos de excepción previstos(De la Rúa, Rodríguez Saá y Duhalde). Tampoco sirvió para evitar esas crisis la introducción de la Jefatura de Gabinete, pese a que uno de los fundamentos de su inclusión en el sistema institucional fue impedir la culminación antes de tiempo de los gobiernos electos, tal como lo afirmara Raúl Alfonsín en su calidad de convencional constituyente cuando se discutió la introducción de esta nueva figura en la organización de los ministerios.
Sin duda, las disposiciones más positivas incluidas en la Constitución están vinculadas a la extensión de la protección de los derechos humanos, mediante el reconocimiento de jerarquía constitucional a los tratados y pactos sobre la materia y la inclusión de nuevos derechos inexistentes en el siglo XIX (ecología, protección del patrimonio cultural y espacios audiovisuales). Pero la realidad económica y social del país impidió que esa consagración constitucional tuviera impacto en la práctica. La abrupta caída del nivel de vida de grandes sectores de la población, que no tuvo solución ni aún en los momentos de declarada bonanza económica, impidió que esa loable consagración jurídica de derechos humanos tuviera efectiva concreción para sectores muy amplios de la población. Sí se introdujeron en la interpretación judicial nuevos patrones de valoración que favorecen el ejercicio de los derechos.
La cláusula de defensa de la democracia que considera a los actos de corrupción como atentados al sistema tampoco tuvo eficacia práctica. El constituyente reconoció que este fenómeno afecta la legitimidad y el equilibrio del régimen político. También la vigencia de los derechos humanos porque afecta el principio de igualdad y deriva fondos que deben atender al interés social para el interés particular de gobernantes y gobernados que se benefician de estos actos ilícitos. Las múltiples causas sin resolución judicial me eximen de mayores comentarios sobre el fracaso de la norma mencionada y de las leyes dictadas para darle efectiva vigencia.
Frente a un nuevo mandato presidencial y la parcial modificación de las cámaras del Congreso, creo que es oportuno preguntarse si la experiencia de este cuarto de siglo de vigencia de la reforma constitucional y la fracasada aspiración de la reforma de 1994 de mejorar la calidad institucional del país y lograr el bienestar general pueden conducirnos a reflexionar si el texto constitucional actual resulta hábil para garantizar un camino de reconstrucción.
Creo que la revisión de la forma de gobierno que introduzca un sistema que respete la distribución de funciones y los controles eficientes entre órganos requiere un debate que proponga un presidencialismo sin desbordes, entre otros aspectos del orden institucional que también merecen revisión.
Pero estimo que fundamentalmente un debate constitucional puede permitir realizar un nuevo pacto de convivencia. Pacto que siempre resulta tan débil en la sociedad argentina.
*Autor de Instituciones de Derecho Constitucional. Análisis de la organización constitucional después de la reforma de 1994.