Enclaustrados en nuestra enloquecida exasperación cotidiana, terminaremos creyendo que lo que sucede en la Argentina está en la naturaleza de las cosas, y que así hay que vivir, puños apretados y orientados al cielo, rostros desencajados, los dedos acusadores, ese permanente tono de docencia impertinente que baja de la tribuna oficial.
El mensaje de las últimas semanas transmite la compulsión por la rutina de una vida caótica, emergencia eterna, amarga constatación de que para el Gobierno sólo tiene sentido vivir sumergido en eterna beligerancia. Han vuelto a los míticos años setenta: solo tienen sentido la persistencia y la exaltación del conflicto. Creen con fervor religioso en la rabiosa necesidad de ocupar el centro del escenario, campo de batalla donde lo único que cuenta es el triunfo.
Si Perón, en sibilino apotegma madrileño, aseguraba que la “única verdad es la realidad”, el matrimonio Kirchner prefiere un precepto truculento: lo único que cuenta es liquidar al enemigo.
Sólo así se entiende la enfermiza obsesión oficial con “los medios” y el periodismo que no se le subordina. Las catilinarias provincianas de Cristina Kirchner contra la prensa, los empujones de Moyano contra los diarios, la pistola oficial encañonando a las empresas para que pongan dinero en el fútbol “para todos”, integran la misma cartilla ideológica.
A 133 días de la paliza electoral del 28 de junio, el kirchnerismo sigue intratable y pedante. Sólo acepta la rendición de los diferentes, y lo único que parece importarle es la capitulación de lo que percibe como enemigo militar, tropa que despliega un cerco de aniquilamiento.
Es injusto comparar a la Argentina con sociedades menos conflictuadas, pero ubicadas entre las privilegiadas del mundo opíparo. Es un error procaz medirse con Nueva Zelanda, Canadá o Noruega. Pero, ¿cuánto hay de Argentina en la cotidianidad de Chile, Brasil y Uruguay, nuestros vecinos? ¿Viven cada día agarrotados de angustia y desasosiego por la eternizacion del caos callejero? ¿Se dedican sus presidentes a desafiar con molesta y torpe insistencia adolescente a los medios, como si su tarea fuera apoltronarse en la queja resentida con un “relato” que no les gusta y quisieran aniquilar?
Tenemos el caso de una mujer de aquí al lado, formidable cuadro político que no le debe la presidencia de su país a ningún marido. Michele Bachelet no necesita llamarse médica para ser respetada por su género. De hecho, la presidenta chilena se define como médico. Termina su mandato constitucional con un 76% de apoyo popular, cuarta mandataria de la transición iniciada tras la dictadura de Pinochet, que durante años dividió a Chile por la mitad.
En diciembre se elige sucesor y ella deja la presidencia en marzo. Sigue siendo corajuda y cálida, principista y astuta, y sobre todo profundamente democrática.
Bachelet, que de derechos humanos y represión sabe bastante, le dijo días atrás a El País de Madrid que “en un país de 16 millones no se vive del consumo interno. Tenemos más de 56 tratados de libre comercio con el mundo. Pensamos que es buena la globalización y hay que buscar oportunidades. Creemos que el libre comercio es una oportunidad. Hay países que lo ven como una amenaza”.
Luminosa y moderna, su progresismo no es jurásico, sino profundamente contemporáneo. El mundo es para la clase dirigente chilena desafío y oportunidad, no escollo engorroso. La modernidad audaz de su democracia, desnuda el reaccionarismo esencial del retro progresismo de los Kirchner y de su corte de intelectuales adheridos.
Por eso dice Bachelet: “para mí, a los 20 años de edad, pragmatismo era una palabra grosera. Pero hoy le doy otro tono. Me encanta lo que decían los griegos: ‘el pragmatismo es la capacidad de hacer realidad los sueños’. ¡Es verdad! Al final, no es cuestión de ser pragmáticos por ser pragmáticos, sino que gracias a ello hemos logrado disminuir fundamentalmente la pobreza, hemos logrado hacer un país que se desarrolla”.
¿Es una “quebrada”? ¿Se vendió al enemigo? Sinceridad brutal: “yo mantengo los mismos sueños que siempre, pero he aprendido que los instrumentos pueden ser otros. Este pragmatismo ha permitido cambiar la cara de este país”.
Abismalmente distanciada de rancios y artificiales dogmatismos, la presidenta chilena (como sus predecesores Aylwin, Frei y Lagos) admite que Chile estuvo durante décadas partido en dos y que Pinochet gobernó a hierro y sangre un país donde hasta la mitad de la sociedad lo avalaba. En vez de pregonar un seudo fundamentalismo anti dictatorial, se enorgullece de haber avanzado mucho “en el reencuentro entre esos dos Chiles. El entendimiento llega a través del diálogo o cuando el diálogo no es posible, a través de mecanismos democráticos y pacíficos que tenemos para resolver nuestras diferencias” Fenomenal: su padre, un militar honorable y demócrata fue víctima de Pinochet, y ella habla de “esos dos Chile”, algo imposible, o inconcebible, en la Argentina K.
Para Bachelet, “uno tiene que tratar de ponerse en los zapatos del otro para buscar la fórmula. Depende de nosotros cuidar lo que hemos sido capaces de construir, un país más aceptador de la diversidad, un país que saca las lecciones del pasado” alecciona, con carismática sencillez.
¿Cómo hace y a qué recursos apeló para que casi el 80% de los chilenos la quieran y respeten, como sucedió con Ricardo Lagos? Se explica: “los parlamentarios rivales se pueden decir de todo en el terreno político, pero en un partido de fútbol se abrazan. Muchas veces, cuando viajo fuera, llevo parlamentarios de todos los partidos, y así se generan las condiciones para hablar en otro plan”.
Bachelet y la fornida democracia chilena son la contracara del patoterismo soberbio que prevalece al este de los Andes. ¿Alguién imagina a los Kirchner subiendo a esos aviones, que usan como si fueran propios, a opositores políticos cuyos escraches ellos mismos justifican? Allí radica la razón de un triunfo y de una derrota, en la diferencia entre civilización y barbarie.