Por primera vez en muchos años me desmarco de la cofradía de los jubilados y en lugar de salir de vacaciones en marzo lo hago en febrero. La embajada de Suiza y Pro Helvetia me invitaron a pasar una temporada en Lugano, Ticino, la región italiana de Suiza (este extraño país de siete millones de habitantes, cuatro lenguas, otras tantas religiones y 23 cantones que albergan todo el dinero del mundo, o buena parte de él), para escribir en las páginas del Corriere del Ticino las impresiones de un argentino en esta suerte de paraíso terrenal (y fiscal) rodeado de montañas, nieve y lagos. Mi anterior experiencia, en un viaje de cinco días organizado por los suizos de la parte alemana (secos, obsesivos y protestantes hasta la médula), no había sido la mejor. Por lo que esperaba que en la parte italiana, casi en la frontera con Milán, las cosas fueran distintas. Lugano es una ciudad de apenas 26 kilómetros cuadrados, 50 mil habitantes y en sus sinuosas y silenciosas calles hay cafés, pastelerías y unas cincuenta o sesenta sedes de bancos. Más allá de que a pocos kilómetros de aquí haya nacido Alfonsina Storni, es curioso que frente al edificio de la municipalidad haya dos restaurantes llamados Tango y El Argentino. Y que una calle hacia la derecha, en un paseo exclusivo entre un negocio de Tag Heuer y otro de Patek Philippe, Federico Alvarez Castillo haya abierto una de las pocas tiendas que Etiqueta Negra tiene en Europa (nada tiene que ver la exención de impuestos, no hay por qué ser malpensados).
Pero la relación entre Lugano y la Argentina es mucho más antigua. Fue el empresario suizo José Ferdinando Francisco Soldati, llegado al país en 1888, quien compró 12 hectáreas en la Ciudad de Buenos Aires y fundó en 1908 lo que hoy se conoce como Villa Lugano. De más está decir que el contraste entre uno de los barrios porteños más pobres y una de las ciudades más ricas del mundo da un poco de vértigo: acabo de ver pasar por una esquina y en diez segundos un Porsche y una Ferrari, el mismo tiempo que en nuestro Lugano tardarían en desguazarlos. En general, los suizos son un modelo de organización y comportamiento: el país neutral de la paz y la diplomacia entre potencias europeas que se odian desde hace siglos, en donde el pueblo tiene el poder de vetar las leyes que el gobierno propone (es por eso que están todo el tiempo votando) y donde cada ciudadano es un soldado en potencia (y conforman una milicia popular, para lo cual deben recibir instrucción militar tres semanas al año durante 42 años). Es decir: en Suiza todos tienen el fusil en casa, pero no se andan matando como en los Estados Unidos. En Suiza, como en otros países hiperdesarrollados, lo que a la gente se le ocurre, una que otra vez, es pegarse un tiro.
Ahora todo el mundo habla de la votación de la semana que viene, donde se decidirá si los ciudadanos deberán sacar las armas de su casa y entregarlas en custodia al gobierno, una idea de organizaciones de izquierda que va contra una profunda tradición helvética. Y también por eso se ven por las calles carteles sin firma donde al lado de una caricatura con los rasgos de un inmigrante una leyenda se pregunta si es válido dejar el monopolio de las armas en manos de los delincuentes. En lugares donde la paz, el silencio y la belleza natural son tan evidentes, este tipo de señales recuerda que en Europa (una Europa en crisis), el continente más admirado del mundo occidental, hay lecciones de la Historia que aún no fueron del todo aprehendidas.
*Desde Suiza.