COLUMNISTAS

Praga en el recuerdo

Agosto de hace 40 años. Con los cañones de los tanques lubricados, jóvenes conscriptos aguardan con ansiedad la orden de partida. El sonido de los blindados rodando en las rutas fronterizas configura el paisaje de una batalla desigual.

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Agosto de hace 40 años. Con los cañones de los tanques lubricados, jóvenes conscriptos aguardan con ansiedad la orden de partida. El sonido de los blindados rodando en las rutas fronterizas configura el paisaje de una batalla desigual.

Menos seductor que el mentiroso y ambiguo “mayo francés”, terreno preferido de charlatanes y generalistas, hay un fenómeno grueso de ese 1968, de cuyo promisorio ascenso y penoso aborto se cumplen cuatro décadas, cuando los ejércitos del Pacto de Varsovia (la Unión Soviética y sus gobiernos satélites) contaban los minutos para ingresar en Checoslovaquia. Se aproximaba el deprimente final de la primavera de Praga. Tanques rusos, alemanes, polacos, húngaros y búlgaros se aprestaban a ponerle fin al socialismo con rostro humano.

Desgajada como estado-nación desde la implosión del imperio austro-húngaro, la Checoslovaquia democrática tuvo vida efímera, de 1918 a 1939. Invadida y anexada antes de la Segunda Guerra por la máquina de guerra alemana, la temporaria confederación entre Bohemia y Eslovaquia permaneció artificialmente de pie luego del triunfo de los Aliados en 1945 que le dio a la victoriosa URSS de Stalin derecho de pernada sobre sus naciones vecinas, sometidas a Moscú. Sobre esas fronteras caería lo que Churchill bautizó “cortina de hierro”.

En 1948, dos décadas después de que Checoslovaquia se convirtiera en convencido y ortodoxo país-cliente de la URSS, la situación estaba deteriorada. El esclerosado cepo soviético crujía en Praga. Los checoslovacos habían acogido al socialismo impuesto por Moscú con reticencias y reservas. Y se convirtió en trinchera avanzada del poder soviético, en pulseada monumental con los Estados Unidos y Europa, pero el peso muerto de ese mandato geopolítico fue insufrible.

Luego del aplastamiento de las insurrecciones de 1953 en Berlín Este y 1956 en Budapest, los soviéticos se habían medido en octubre de 1961 con los EE.UU., cuando tuvieron que retirar sus armas nucleares de Cuba. A fines de esa década, la conducción de Praga mostraba avanzada fatiga de material.

Los cambios se apresuran. El 5 de enero de 1968, el Partido Comunista checoslovaco designa a Alexander Dubcek como nuevo jefe, desplazando al hombre de los rusos, Antonin Novotny. Eslovaco de 46 años, Dubcek será paradigma de cambios dentro del sistema. Resuelto a una profunda reforma de la anticuada arquitectura política y económica del país, imagina un “comunismo nacional”, asociado a los experimentos autónomos de Josip Broz Tito en Yugoslavia y Nicolae Ceausescu en Rumania, pero más relajado y democrático.

El régimen soviético tomó medidas de inmediato. El 12 de enero, la provecta troika rusa (Brezhnev, Podgorny y Kosygin) desembarca en Polonia y el 15 en Alemania Oriental. Empezaba la contraofensiva. El 14 de julio, el bloque soviético (con explícita exclusión de Checoslovaquia), declara “inaceptables” las políticas liberalizadoras de Praga. Decisión final el 22 de julio: aplastar a la “contrarrevolución”. El “socialismo con rostro humano” es un invento de la CIA, dicen.

Lanzan, así, las mayores maniobras militares soviéticas desde el final de la Segunda Guerra. Calientan motores. A menos que los checos restablezcan la censura de prensa, proscriban a todos los grupos “antisocialistas”, purguen del Partido a los elementos antisoviéticos y firmen un tratado dándole a Moscú el derecho a desplegar tropas a lo largo de la frontera con Alemania Federal, tomarán medidas.

Praga se niega. El 3 de agosto, en Bratislava, otra cita. Invitado y acorralado, Dubcek ratifica que no abandona el bloque soviético, pero reafirma su primavera política: libertades civiles, pluralidad, derechos democráticos. Reconoce a Israel, bestia negra de los soviéticos, que habían cortado sus relaciones con el Estado judío tras la guerra de los Seis Días, un año antes. Ingenuo y desinformado, cree que persuadió a los rusos. Le quedan dos semanas de autonomía. Moscú ya había resuelto que su suerte estaba echada. Invadirían y se manejarían con sus agentes dentro del país.

Brezhnev formula siniestra fórmula “soberanía limitada”: Moscú tiene derecho a que su anillo de defensa no se desintegre. Invadirá o presionará para que el bloque no se desgaje. El vulnerable bajo vientre de la madre patria del socialismo será protegido a sangre y fuego.

Dubcek, que durante la guerra había vivido y estudiado en la URSS, regresó con sus padres a la Praga ya comunista y retornó a Moscú para formarse como cuadro del Partido en las escuelas de funcionarios del aparato. Aseguraba a los soviéticos que mantendría la “amistad fraternal” entre ambos países. Sólo le sonreían Tito y Ceausescu, que antes del desenlace viajaron hasta la bella capital bohemia.

Los gerontes moscovitas olían rata. Preparaban sus tanques para sofocar al primaveral hereje de Praga. En Roma, el líder del PC italiano, Luigi Nono, saluda alborozado el renacimiento político de un comunismo democrático en la estratégica Checoslovaquia, pero los rusos ya habían cruzado el Rubicón. El socialismo “con rostro humano” no era aceptable para los hijos de Stalin.

El 11 de abril, Brezhnev le dice a Dubcek en una carta célebre: “Tenemos la impresión de que cuanto más se prolongue esta situación, es más probable que los enemigos internos y externos intenten explotarla para lograr sus objetivos”. El 11 de junio, nuevo apriete: “Desafortunadamente, vemos que sus medios de comunicación siguen adhiriendo a posiciones derechistas, liberal-burguesas y a veces abiertamente contrarrevolucionarias”. ¿Libertad de prensa? ¿Pluralismo político? ¿Libertad de movimiento? ¿Libertades democráticas? ¿Gobierno de la ley? Mandan los tanques.

Poco antes de que terminara el 20 de agosto de 1968, las columnas blindadas de la URSS, Alemania Oriental, Polonia, Hungría y Bulgaria cruzaban la frontera, vanguardia de los 250 mil soldados que venían a aplastar la “contrarrevolución”. El 21, tanques rusos ruedan por la deslumbrante plaza de San Wenceslao, corazón de Praga. Aviones de transporte Ilyushin aterrizaban en el aeropuerto praguense de Ruzyne, desembarcando tropas y pertrechos.

No fue una sangrienta represión, salvo algunas escaramuzas violentas. La ciudad y el país fueron ocupados, Dubcek fue detenido, enviado a la URSS y sometido. La nación quedó ocupada por ejércitos “fraternos”. La primavera se hizo invierno en pleno verano. En Nueva York, el Consejo de Seguridad de la ONU condenó la invasión por 10 votos a 2, pero el veto soviético esterilizó la medida: Checoslovaquia era de los rusos. La Operación Danubio, el mayor despliegue militar en Europa desde la capitulación de Hitler en 1945, había triunfado. En abril de 1969, Husak sustituía a Dubcek al frente del PC. Expulsado en 1970, éste terminó ganándose la vida como guardia forestal en su natal Eslovaquia.

Veinte años después se desintegró el imperio soviético. Con Ceausescu ahorcado por un pueblo alzado, Tito muerto y Yugoslavia desintegrada, tras la revolución de terciopelo de Vaclav Havel, la República Checa y Eslovaquia son hoy naciones diferentes. El muro de Berlín cayó. Alemania recuperó su integridad.

Hace 40 años la primavera de Praga de 1968 fue un sueño hecho pesadilla: un socialismo democrático aplastado con tanques. Quienes amamos y padecimos en esa capital memorable y dorada sabemos que en estas latitudes poco se reflexiona hoy sobre aquellos hechos. ¿Por qué será?