Detrás de la cifra del aumento del IPC de marzo hay malas noticias, pero también muy buenas. Que la inflación mensual haya sido la más alta desde septiembre de 2019 cuando, tras la devaluación del 30% post PASO, los precios se dispararon al 5,9%, es mucho más un toque de alerta para el Gobierno, más que para el equipo económico.
También que los precios en el principal distrito del país, el “AMBA” haya estado por encima del promedio (5,2%) justo en un año electoral, debe llenar de preocupación a la maquinaria electoral oficialista, que funciona casi como la de la Casa de la Moneda. Otro punto a tener en cuenta es que una inflación de 4,8 % (75% anualizada en forma directa) coexiste con precios máximos, congelamientos tarifarios, tipo de cambio múltiple, inspectores al uso nostro, amenazas de cierre de exportaciones de carnes, lista de valores sugeridos y restricciones a la actividad que aún persistían hasta el 31 de marzo. En síntesis, el futuro no es muy amigable cuando se analiza la sostenibilidad del esquema que se armó para llegar en tiempo y forma para las elecciones: algún día los precios deberían retomar su dinámica que en Argentina tiene una pluralidad de causas, pero siempre con un ritmo marcado, en el mediano plazo, por la tasa de emisión monetaria y la demanda de dinero.
Justo allí aparece, agazapada, la primera buena noticias: la desmitificación de la alquimia del inicio de las cuarentenas: el Banco Central podía correr solícito en ayuda del Tesoro con un tsunami de pesos para sostener el derrumbe de la recaudación y no se sentía en la tasa de inflación. Un espejismo que puede observarse al mirar la trayectoria de ciertos rubros en los 12 meses de la pandemia. Mientras que el IPC general se movió 42,6% interanual, hubo rubros como Prendas de vestir y calzado, que aumentaron 71,5%, Equipamiento del hogar (47,5%) Recreación y Cultura (52%). Pero otros lo hicieron como un lastre, tirando abajo el promedio: Comunicación (13,8%), Vivienda (19,8%) o Educación (29%). Esta diversidad tiene que ver, fundamentalmente, con las regulaciones y congelamientos a los que se sometió cada sector.
Salvo que, como con la emisión monetaria, alguien pueda descubrir cómo en una economía que se mueve con una inflación histórica del 42% y una presente del 75% los productores de dichos bienes y servicios, puedan seguir funcionando bien con ingresos que corren muy debajo del promedio, la restauración del equilibrio llegará inexorablemente en aquellos sectores que hoy están pisados por la emergencia. También podrá acelerar ese proceso que se socaven los delicados equilibrios en algunas variables que hoy tienen el foco de atención de Martín Guzmán: el tipo de cambio, el nivel de reservas y el déficit fiscal. Un rebrote de la pandemia sin un avance significativo en la vacunación conspirará, como ocurrió ahora, con la recuperación económica y la recaudación fiscal.
Por último, la mejor noticia que se esconde detrás de la inflación récord: el resultado de la medición del Indec superó las estimaciones de los analistas privados (a quienes les daba entre 4% y 4,5%) con lo cual aleja el fantasma del “dibujo patriótico” que sumió al instituto en una crisis de confianza de la que le costó recuperarse. Es de imaginar que no serán pocas las presiones para morigerar el termómetro, siempre en aras de la emergencia socio sanitaria. Mientras el mecanismo siga funcionando con regularidad, se habrá ganado una batalla: la bestia negra de la economía argentina del último medio siglo, que es la alta tasa de inflación, no dejará de existir si el instituto creado para conocer la realidad mira para otro lado o, peor aún, se somete a una supuesta razón de Estado para maquillarla. Hoy la inflación, mañana la pobreza y más adelante el crecimiento (sic) económico: todo puede convertirse en una mala noticia, pero la peor es convencerse del diagnóstico falaz.