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Predestinaciones

A pocas semanas de cumplir 79 años, recuerda con vigor significativo su momento histórico.

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A pocas semanas de cumplir 79 años, recuerda con vigor significativo su momento histórico. A la vuelta del siglo muerto, Mijaíl Serguéievich Gorbachov está más convencido que nunca de que la historia castiga a quien llega tarde. No fue su caso. Sepulturero del Estado soviético fundado por Lenin en 1917, fue gracias al tino y visión de Gorbachov que la URSS habría de autodisolverse el 25 de diciembre de 1991.

Evoca ahora esos tiempos fundacionales con la perspicacia y sabiduría de quienes condujeron a través de una borrasca histórica, a uno de los escasos paquebotes magnos del siglo XX. Nadie podrá quitarle ese atributo a ese colosal (y en mucho casos monstruoso) invento del comunismo, la erección de un Estado “obrero” en el extremo más atrasado de una Europa desangrada en la Primera Guerra.

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Llamada Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas (URSS), ese compacto geopolítico duró 74 años. Pero no fue una “unión” entre iguales. Era la vieja Rusia de siempre y un espeso anillo de naciones cautivas en su interior y clientes junto a sus fronteras que, tras la Segunda Guerra, quedaron bajo la esfera soviética cuando cayó lo que el premier británico Winston Churchill bautizó en 1946 la “cortina de hierro”.

Ahora Gorbachov habla con estremecedora mesura. Cuadro del PC soviético desde los 15 años, nacido en 1931 en Stávropol, abogado y el más joven miembro del Politburó (una estricta gerontocracia al que llegó con sólo 49 años); la historia lo eligió a él.

Cinco años después de desembarcar en la cabina de comando de la superpotencia que rivalizaba de igual a igual con los Estados Unidos, Gorbachov arroja la granada hacia adentro. Es 1985 y dice: la economía soviética está estancada, sus viejos líderes nacidos al comenzar el siglo XX, esclerosados y obsoletos. Consumidos por la construcción del comunismo, la Gran Guerra Patria contra el Tercer Reich y la guerra fría contra Occidente, al acercarse los años 90 ya nada puede esperarse de ellos. Desafiante y transgresor verdadero, Gorbachov desencadena primero la uskoréniye (la aceleración de la economía). No alcanza. Vendrán sus palabras abracadabra: glasnost y perestroika.

Hay que liberalizar, hay que abrirse, hay que ser transparente. Eso es glasnost. Es un sismo. Implica desmontar siete décadas de ocultamientos, mentiras y fraudes. La URSS, que había pretendido “des-stalinizarse” a partir de 1960, siete años después de la muerte del dictador, era hacia fines de los ochenta un paquidermo cansado que se auto engañaba. Arrastrada por unos belicosos EE.UU. a una carrera espacial y militar sin límites, la superpotencia bolchevique crepitó y exhibió fatiga de material sin retorno. La glásnost de Gorbachov abre las compuertas, pero sólo para introducir la perestroika, o sea, la reconstrucción del Estado soviético.

En una deliciosa conversación con Daniel Vernet publicada por Le Monde de París el 6 de noviembre último, Gorbachov se exhibe orgullo por lo que denomina su mayor logro, el restablecimiento de la soberanía los pueblos sojuzgados por Moscú, pero se lamenta por la desaparición de la URSS. Aunque ya no se considere comunista, piensa que la evaporación del coloso no era inexorable.

A comienzos de 1989, él procuraba rediseñar el mapa de la vieja Europa en torno de dos pilares, el Mercado Común, al oeste, y la Europa del Este reformada por la perestroika, un escenario que subestimaba las aspiraciones de los pueblos que desde 1945 quedaron en ese sector del planeta. Pero húngaros, checos, eslovacos, polacos, búlgaros, rumanos, letones, lituanos y estonios, entre otros, ya habían tenido bastante con los rusos. Estaban los alemanes, claro, derrotados en el ’45, pero que a comienzos de los 80 ya eran el corazón industrial y financiero del Viejo Mundo.

Gorbachov le cuenta a Vernet un instante de poderoso significado, casi una epifanía. Le toca presenciar un desfile de tropas de la Alemania comunista, en un palco flanqueado por jerarcas de la “República democrática” que celebran el cuadragésimo aniversario de la creación de ese Estado bajo férula rusa. Junto a Gorbachov, observan el desfile los jerarcas de la Polonia todavía en el bloque oriental, el presidente, general Wojciech Jaruzelski, y el primer ministro, Mieczyslaw Rakovski. Todos ellos escuchan a la muchedumbre corear estribillos anti soviéticos. Rakosvki le habla al oído a Gorbachov: “Mijaíl Serguéievich, ¿usted entiende alemán?”. El ruso responde: “Lo suficiente como para entender lo que están gritando los manifestantes”. Rakosvki: “¿Usted se da cuenta de que esto es el fin?”.

Era el fin. El 9 de noviembre de 1989, el muro de Berlín se desplomó y en pocos meses se aceleró el fracaso del comunismo, con la consiguiente derrota de la URSS en la Guerra Fría.

Esa Europa que debería respirar con dos pulmones (el del Oeste y el del Este) con que soñaba Gorbachov, se diagramó de otra manera. Con el nocaut del Estado soviético, la OTAN avanzó audazmente para incorporar una colección de países que, con sus “revoluciones de terciopelo”, habían decidido consumar sus aspiraciones de siempre. Praga, Budapest y Varsovia retornaban a un Occidente del que sólo el destino las había separado.

¿Personaje patético por haber sepultado ese féretro tal vez sin quererlo? Es una posibilidad, pero no la que me seduce más. Antes bien, líderes pintarrajeados por el disparatado tornasol de los caprichos de la historia me devuelven la ilusión de lo imprevisto, la fascinación de destinos azarosos que hacen estallar los metálicos cepos de la racionalidad.

El Estado soviético fue un producto de la desorbitada aspiración humana por modelar a una sociedad desde un determinismo ideológico prefabricado. Pero el casi octogenario Gorbachov está aquí para relatar otra historia, para ofrecer la opción de otro relato.

Tiene resonancias en una Argentina envenenada por la predestinación fatal de que todo será siempre igual. ¿Quién sabe? ¿Quién puede asegurar que de las cenizas de un tiempo melancólico no pueda brotar una glasnost y una perestroika en estas tierras?


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