Wallace Stevens no es sólo uno de los mayores poetas norteamericanos del siglo XX, sino también un ensayista insoslayable. La relación entre un escritor –un novelista o un poeta– y su propia obra crítica está casi siempre marcada por una serie de continuidades, de justificaciones teóricas, argumentos compartidos, pero también por tensiones internas, contradicciones y paradojas. Leer la obra literaria de un autor como un ejemplo de lo que ese mismo autor escribe en sus ensayos, además de un equívoco, es sobre todo un acto de pereza intelectual. En el caso de Stevens propiciar esa lectura errónea sería aún más curioso, ya que su obra ensayística es bien breve. Breve, pero indispensable. Escritos en su mayoría en la década del 40 en diferentes revistas culturales, circulan en castellano varias versiones compiladas en forma del libro, en especial El ángel necesario. Ensayos sobre la realidad y la imaginación, que la editorial Lumen publicó hace unos 15 años. En uno de esos artículos (“La figura del joven como poeta viril”), Stevens retoma un tópico clásico del romanticisimo: la relación entre poesía y filosofía. Escribe: “Definimos a la poesía como la versión no oficial del ser”, y por lo tanto “en contraposición a la filosofía […] Si el final del filósofo es la desesperación, el final del poeta es la realización, puesto que el poeta encuentra en la poesía una sanción para la vida que satisface a la imaginación”. Y finalmente, agrega: “El filósofo demuestra que el filósofo existe. El poeta se limita a disfrutar de la existencia”.
Ocurre que cada una de esas últimas palabras está cargada de poderosos sentidos. “Limitarse a disfrutar” no es tan simple como el enunciado lo propone. Disfrutar linda con el placer, el deseo, el goce y la satisfacción, conceptos que desde Freud y Nietzsche no han dejado de producir toda clase de perturbaciones en la historia de la teoría cultural. Harold Bloom, siempre tan propenso a la historización, describe el problema ajustadamente: “Entre Whitman y Stevens se dio la deconstrucción del Yo hecha por Nietzsche”. En crisis el Yo, el de Stevens es un romanticismo sin sujeto, o quizá, vaya paradoja, un romanticismo sin romanticismo. La disputa con la filosofía, clave en la poesía del romanticismo inglés (en Wordsworth, antes que en nadie) pero aún más en el romanticismo alemán (la obsesión de los hermanos Schlegel y del Athenaum), reaparece en Stevens pero ya de un modo pesimista. No es casual que el libro de Bloom –de donde proviene la cita de más arriba– se llame The Breaking of the Vessels, que remite a la idea de los vasos rotos, los vasos comunicantes rotos, los puentes quebrados entre la poesía y la filosofía. Se abre en Stevens lo que el propio Bloom llamó “lo contrasublime”: ya no la poesía como exaltación de ese Yo que quiere abrazarlo todo, o que –entre aterrado y fogoso– se dispone, después de la muerte de Dios, a ocupar el centro del universo; sino la poesía como una forma de negación, de negatividad, de ausencia.
Pero “limitarse a disfrutar de la existencia” no significa la caída en ningún nihilismo, en ningún falso populismo, sino al revés: es la certidumbre de que después de la crisis del Yo, la poesía se encuentra irremediablemente sola. Librada a su suerte, sólo quedan las preguntas, ya no las respuestas. Las preguntas que la poesía le hace a la filosofía, que se hace a sí misma. Como en el fragmento XV de “El hombre de la guitarra azul”, del propio Wallace Stevens: “¿Es este cuadro de Picasso, este ‘montón/ de destrucciones’, una representación de nosotros,// Ahora, una imagen de nuestra sociedad?/ ¿Me estoy sentando, deforme, un huevo pelado,// Tratando de atrapar el Adiós, luna de cosecha,/ sin ver la cosecha ni la luna?// Las cosas como han sido destruidas./ ¿Y yo? ¿Soy un hombre que está muerto// A una mesa en que la comida está fría?/ ¿Es mi pensamiento un recuerdo, le falta vida?// La mancha que hay en el piso, ahí, ¿es vino o sangre?/ Ya sea lo que sea, ¿es mía?”.