El martes pasado, el Bafici presentó un libro dedicado a celebrar su vigésima edición. En cada proyección del festival se recordó el aniversario mediante un espantoso corto institucional escrito y filmado por publicitarios que en los veinte años nunca asistieron a una función. El contraste es una prueba más de los cortocircuitos habituales entre las áreas de cultura y de comunicación de cualquier administración, o entre esos términos en general. Pero volvamos a la presentación, en la que me tocó formar parte del panel con Javier Porta Fouz (director actual del Bafici), Sergio Wolf y Marcelo Panozzo (ex directores como yo). En la mesa estaba además Diego Papic, editor del libro. Todo transcurría en un clima distendido, en el que se contaban anécdotas y se hacían votos por veinte años todavía mejores. En fin, para un género soporífero como las presentaciones, todo venía bastante entretenido. Hasta que, sobre el final, irrumpió un individuo cuyo acento hacía pensar en alguna parte de Colombia e increpó a los panelistas diciendo que no veía entre ellos a ninguna mujer y tampoco a alguien de piel tan oscura como la suya y preguntando si eso no nos parecía muy mal.
Es molesto encontrarse en una situación así. Uno supone ser un tipo abierto y tolerante, pero de pronto le están diciendo que es un maldito racista y misógino. Peor la pasó Juan Villegas, director de Las Vegas, la película que inauguró el 20º Bafici. Cuando la mostró en la Universidad del Cine le dijeron que un plano en el que se veía de frente a un hombre y de espaldas a su mujer y a su hijo demostraba que la película estaba regida por la normativa heteropatriarcal (creo que así se dice). En nuestro caso, la pregunta era absurda: como los directores artísticos del Bafici no se nombran a sí mismos, no éramos nosotros los encargados de responder a ese cuestionamiento (además, habíamos ocupado el cargo en distintas administraciones). Pero la incomodidad es inevitable. Y las respuestas posibles (que una gran proporción de otras posiciones del festival están ocupadas por mujeres, que las superiores jerárquicas de Porta Fouz son mujeres, que Cecilia Barrionuevo está ahora a cargo del Festival de Mar del Plata o las que a uno se le puedan ocurrir) son inútiles. Porque la intención del militante no es obtener una respuesta sino interrumpir la discusión sobre el cine, el arte o la inmortalidad de los cangrejos para pasarla al carril de la perspectiva de género, de la pluralidad étnica, de la diversidad sexual o de cualquier otro ítem que haga irrelevante la conversación sobre esos temas. Dicho de otro modo, es como decir que hasta que no se corrijan las desviaciones producidas por el orden colonial-hétero-patriarcal-capitalista es inútil hablar de cine o cualquier otra cosa.
En Mes provinciales, de Jean-Paul Civeyrac, una película que se exhibió en el Bafici, se ve una discusión en estos términos exactos entre un aspirante a cineasta y una militante. Lo que no se ve es un acuerdo posible, salvo que solo se vuelva a hacer cine de liberación como el que Pino Solanas les exigió a sus colegas en el célebre Festival de Viña del Mar de 1968 (la propuesta incluía que solo se hicieran documentales porque la ficción era burguesa). El eterno retorno del dogmatismo (y de la estupidez) es inevitable.