Y a los siete años me regalaron un libro. ¡Un libro, un libro mío! Era de Editorial Calleja y tenía (tiene, porque está ahí, en un lugar especial de mi biblioteca) una tapa colorida, un lomo verde oscuro, páginas orladas de dibujitos de flores, estrellas y firuletes varios, y, claro, emocionantes cuentos de hadas, de países extraños, de sucesos increíbles.
Los leí de a poco: uno hoy, otro dentro de tres días, otro la semana siguiente, y así. Hubo uno que me abrió la puerta del exotismo, con sus palacios, sus emires, sus guerreros y sobre todo sus princesas. En fin, una princesa.
Le cuento: esta princesa, hija de un poderoso monarca como no podía ser de otra manera, era bellísima. Pero bella, de una belleza incomparable que nadie nunca había visto en esta tierra y que sería como la belleza de las almas bienaventuradas en el paraíso. Era tan bella que en el reino nadie tenía lámparas. No hacían falta. ¿Lámparas? ¿Para qué? Eso estaba bien para otras regiones, otros países, otras ciudades y campos. En el reino de la princesa increíblemente bella, cuando caía la tarde, cuando el crepúsculo se anunciaba, ella salía a la terraza del palacio e inmediatamente la luz de su belleza iluminaba todo el reino, entraba a las casas, inundaba las calles, cubría cada pedacito de tierra, cada jardín, cada oficina pública, cada casa de baños, cada habitación en donde había un bebé o una pareja haciendo el amor, y todo el mundo veía la vida a través de esa luz maravillosa. A la noche la princesa se retiraba a sus habitaciones y sus súbditos se iban a dormir a la luz de la luna que, sí, estaba muy bien pero nunca era tan prodigiosa como la luz de la princesa bella.
Entonces, ¿lámparas para qué? Y así transcurrió la vida feliz de esas gentes, sus días dorados de sol, sus atardeceres de paradisíaca luz, sus noches oscuras pobladas de sueños dichosos. Un día tras otro y un mes tras otro y un año tras otro.
Eso es la flecha del tiempo, que siempre va en la misma dirección. Y fue así que alguien compró una lámpara en una ciudad vecina. ¿Para qué? preguntó su mujer. Es que a la tarde está oscuro, dijo él.
Y así era. La luz iba cambiando a medida que la princesa crecía, engordaba, se ajaba, envejecía. Y llegó un momento en el que todo el mundo tuvo que comprar una lámpara en la ciudad vecina hasta que llegó un fabricante de lámparas a la ciudad.
Bueno, pero ¿y la princesa? Perdió su belleza, es cierto, pero además perdió el buen humor, la generosidad, la tolerancia, la afabilidad, y para paliar esas pérdidas se dedicó a maltratar a sus súbditos hasta que los que la habían amado intensamente empezaron a odiarla porque se sentían perseguidos, espiados, encarcelados sin motivo, impedidos de vivir libremente, de hacer lo que se les daba la gana. Pobre princesa, sin su luz. Pobres sus súbditos, sin libertad, sin intimidad, sin esperanzas. Ay, qué triste el cuento de la princesa bella, caramba.