De los últimos 16 años, 13 veces fui de vacaciones a Uruguay. Al principio a playas cercanas a Montevideo y luego al Departamento de Rocha. También fui muchas veces solo a Montevideo, en otoño o primavera, en especial por la Feria de Tristán Narvaja y las librerías y puestos de libros de viejo, lugar que amo como pocos. Sin embargo, no conozco Punta del Este. Nunca fui. En dos momentos diferentes de mi vida pasé cada vez seis meses en Nueva York, ciudad a la que fui otras 13 veces, en estadías de entre tres días y tres meses, y en la que me muevo sin necesidad de mirar el mapa. Sin embargo, no conozco Miami. Nunca fui. Entre fines de los 80 y mediados de los 90 viví en París, ciudad a la que volví tantas veces que ya no recuerdo cuántas son. Sin embargo, no conozco la Costa Azul. Nunca fui. Podría dar muchas razones de todo tipo –estéticas, culturales, ideológicas, económicas– para explicar esa negativa a conocer esos lugares, pero me resulta más sencillo explicarlo parafraseando a Bartleby: simplemente preferiría no conocerlos. ¿Entonces por qué me interesó tanto hacerme rápidamente de un libro publicado en España en marzo de 2019, distribuido en Buenos Aires en estos días, llamado La novela de la Costa Azul, de Giuseppe Scaraffia, editado por Periférica, traducido del italiano por Francisco Campillo? Precisamente porque fue publicado por Periférica. O, dicho con mayor precisión, porque intuía que integraba una serie o zona de su catálogo (prefiero llamarlo zona, porque no es una colección específica sino que aparece en varias de sus colecciones, como una especie de corte transversal) en la que aparecen libros que, en un solo movimiento, juegan entre el ensayo y la ficción, entre la gran erudición y una escritura que mantiene cierta transparencia, entre la inteligencia para elegir un tema específico y el arte para que el texto cobre un sentido general. En un grado de megalomanía dominguera (pobre como soy, enfermo como estoy, desdichado en mi vida sentimental, ¿qué otra cosa me queda más que un poco de megalomanía?), tiendo a pensar que soy el lector ideal de esa zona, que incluye títulos que leí con inmenso placer, como Recuerdos de un jardinero inglés, de Reginald Arkell; Animales célebres, de Michel Pastoureau; Doscientas sesenta y siete vidas en dos o tres gestos, de Eugenio Baroncelli; El bibliótafo, de Leon H. Vincent, y especialmente La casa de los veinte mil libros, de Sasha Abramsky, libro que cuenta la historia del abuelo del autor, llamado Chimen Abramsky, uno de los más grandes –si no el más grande– acopiador, o también bibliómano, o también coleccionista de libros de izquierda y de temas judíos. Hijo de un rabino ortodoxo enviado por Stalin a Siberia –de donde logró sobrevivir–, Chimen desafió, a medias, el mandato familiar y ya en la URSS comenzó sus lecturas del marxismo, que lo llevaron en Londres a convertirse en una autoridad en el tema. Su casa era una fuente de incunables: cartas originales de Marx, biblias del 1500, periódicos de la Comuna de París, ediciones antiquísimas de Spinoza, y miles y miles de libros más. La crónica de esa biblioteca da como resultado un libro extraordinario. Entre tanto, me acabo de dar cuenta de que no dije una palabra de La novela de la Costa Azul, libro igualmente extraordinario. Quedará para la semana que viene, lo prometo.