¿Qué fue lo que cenó Febres en esa noche que fue la última? ¿Cianuro con qué? ¿Y quién se lo sirvió? ¿Y quién condimentó? ¿El mismo, en la cocinita de soltero de su calabozo VIP? ¿Su esposa de visita, sus hijos obedientes? ¿Su custodio, un camarada, la Prefectura? Nada de esto se sabe todavía, pero hay algo que sí se sabe, que cuenta como evidencia: la gente que se acostumbra a hacer justicia por su propia mano, le toma el gusto al asunto y después no afloja más. La otra justicia, la de todos, la general, les parece siempre una farsa, un enredo poco expeditivo de alegatos y argumentos, un engorro de papeles en folios y en expedientes. No les gusta tanta palabra: la justicia para ellos es acto puro, su directa voluntad y el pronto paso a las ejecuciones.
La justicia de los estrados les hace perder la paciencia y les resulta siempre un tanto humillante: un atropello, una insolencia. Prefieren en cambio esto otro, no esperar ni cuatro días. Justicia para ellos es la que ejercen por propia mano; la otra los saca de quicio, los pone nerviosos, los mortifica, les hace mal. Justicia es lo que hacen ellos, y ninguna otra cosa –lo demás es falacia. Y si le toca el turno al compañero, o al marido, o al papá, o si le toca por caso el turno a uno mismo, habrá entonces suicidio, o parricidio, o lo que haga falta y cuadre. Y si les toca ser acusados, que sea; pero no por eso renunciarán a ser también los jueces y los verdugos. Una sola pena conocen los que hacen justicia por la propia mano: la pena de muerte. Es la parte que más les gusta de todo. La parte que más hábito crea.