Así como un hallazgo científico no es tal hasta que no se le descubre una utilidad práctica, creo tener una enfermedad que antes no existía. Bah, como no tenía nombre, tal vez ni siquiera se tratara de una enfermedad.
Hace unos años, descubrí que soy un poco prosopagnósico. Lo leí en un diario chileno. La prosopagnosia, o “ceguera de caras”, en el riguroso lenguaje científico de los diarios, sería una suerte de daltonismo para los rostros humanos: al sujeto le cuesta retener sus rasgos. No puede recordarlos. O los fija para siempre de una forma, y luego ocurre que un bigote nuevo o una tintura rubia pueden hacer que todo colapse. No es capaz de decir quién se parece a quién. O todo lo contrario: todas las personas se parecen mucho: dos ojos, una boca, una nariz. ¿Más datos alarmantes? Según recientes estudios (no me dijeron cuáles) el 10% de la población civil padecería la enfermedad. Y sería muy hereditaria, lo cual explica que a mi madre le pase lo mismo que a mí; una vez confundió a mi hermana con una pordiosera en la calle. El prosopagnósico no espera encontrarse con su hija en –por ejemplo– la parada del colectivo, y cree que su rostro le pertenece a otra persona; pero sí puede reconocer fácilmente su cara si la encuentra –por ejemplo– en el cuarto de su hija: allí todo se ordena, ojos, nariz y boca son coherentes y la persona conocida reaparece. Sí, claro: el cuarto ayuda. Yo confundí mi propia cara, reflejada en el espejo de un colectivo 501 recorrido 5B, con la de un compañero de sexto grado, Zaya, al que luego busqué en el colectivo aterradoramente vacío. Me costó un Perú entender que la cara que veía era la mía, ¿cómo podría recordar mi propia cara en esa época, a los 10 años? Apenas tengo estrategias ahora para reconocerme en las fotos. Hubo un tiempo en que creía que yo era Pablo Rago. Ahora él cambió mucho, y yo también, y la duda está zanjada. Creo.
Nosotros vemos en general una larga hilera de orientales pero con rasgos occidentales, ¿se entiende? Ojo que seríamos el 10% de la población. Y que nuestros hijos heredarían el desacomodo. ¿No es hora de ocuparse de nosotros? Somos una gran franja de votantes, que –encima– por no poder retener las caras de los afiches, solemos recordar pesadamente otras cosas: voces, ideas, alianzas, lugares donde los hemos visto. Uno de cada diez lectores me entenderá; los otros nueve no han llegado hasta aquí.
En ese diario chileno que me reveló el nombre de mi mal también había un gato que tocaba el piano. Había fotos. Pero no recuerdo bien qué cara tenía.