Hay pocos caminos menos recomendables que el casi siempre vano intento de interpretar tragedias, comedias y dramas de la historia de los pueblos a través del infierno individual de quienes los protagonizan.
En una sociedad tradicionalmente adicta a querer entenderlo todo a través de las interpretaciones, filtrándolas y sobre todo hurgando en complejos mosaicos de inconscientes reprimidos, pulsiones ocultas y obsesiones secretas, éste es, sin embargo, un momento ideal, casi propicio, para recorrer ese camino, sin tabúes. Ahora sí vale la pena.
Acercarse al meollo de la actual locura nacional hincándole el diente a la personalidad de quien la hegemoniza, metiéndose en su peculiar galaxia de preferencias, terrores y razonamientos, era y es peligroso, lo admito. No puede ser descartado, a condición –claro– de que siempre se considere el contexto histórico, con sus rasgos sociales y políticos específicos.
Pero si es cierto que no corresponde psicoanalizar a la historia ni enhebrar cosmovisiones sólo desde la psicopatología de los protagonistas principales, la necesidad tiene cara de hereje. La frase la popularizó en castellano Góngora, derivándola del latino Necessitas caret leges (literalmente, la necesidad carece de leyes, o sea el que se ve apremiado ante la necesidad no respeta ninguna ley). De modo que, con todas las salvedades, y porque es absolutamente necesario, hagamos un poco de psicología.
Dejémonos de chistes: al margen de quienes hicieron los anuncios de la noche del jueves sobre las retenciones, exhibiéndolos como producto de la capacidad oficial para procesar cambios y ejecutar “concesiones”, es Néstor Kirchner quien manda en realidad. En consecuencia, el conocimiento de su mundo interior ya no es masturbatoria preocupación de voyeurs.
Algún rasgo torvo y determinante de su yo profundo afecta hoy grandemente a la Argentina. Es casi una coincidencia generalizada que el formalmente ex –pero muy vigente– presidente tiene una marcada necesidad de suscitar y mantener confrontaciones onerosas e hirientes, y que –además– no sabe, no quiere o (y eso es lo más truculento) no puede salir de ellas sino en la última instancia, cuando su compulsión de lograr vasallaje no ha podido cuajar y está acorralado.
Es de gravedad suprema que esta descripción de la fenomenología de Kirchner ya sea hoy moneda corriente entre los argentinos que saben leer y escribir. Se la admite con una naturalidad escalofriante. No sólo sabemos quién gobierna efectivamente el país, sino que, además, nos consta que el que lo hace opera desde una psiquis compleja, tortuosa e impiadosa.
Ese Kirchner pugnaz hasta lo desesperante se mimetizó por años en la figura de un político aguerrido que sabía pelear contra rivales de fuste. Un porcentaje mayoritario de las adhesiones que recogió aquel perfil muscular del tipo que “no arruga” tuvo mucho que ver con el pasado inmediato contra el que se recortó.
Claro, Fernando de la Rúa hizo méritos para ser asociado con la duda y el recelo, con la procrastinación y el cálculo, pero, además, una entera cultura mediática optó por elegirlo como símbolo propiciatorio de la irresolución presuntamente crónica de la democracia. Contra “eso”, Kirchner sería el que no afloja ni pestañea nunca.
Duró hasta mediados de 2007. Ya había tropezado feo y debió replegarse en más de una ocasión, sin admitir jamás los errores y fallas propias de los humanos. La reelección vitalicia en Misiones y la lucha de los docentes santacruceños son apenas dos muestras que exhiben a un Kirchner estrellado y sangrante, pero empecinado en su decisión de no rebajar uno o dos cambios.
Ahora es diferente y por beligerancia acumulada. Kirchner ya no defiende siquiera el tema de las “retenciones móviles”, por el que fue exonerado su autor intelectual, Martín Lousteau. El asunto ahora es de otro espesor: Kirchner no cede, aunque podría hacerlo y facilitarle mucho las cosas a su atribulada cónyuge y socia, sencillamente porque no quiere-no puede-no sabe. Los tres verbos le cuadran.
Hay que decirlo: parece ser un hombre irreductible a los menesteres convencionales de la política, incluyendo alternativas tan clásicas como ceder, negociar, pactar, retroceder, encontrar denominadores comunes.
Además del costado inequívocamente temperamental de ese perfil, esculpido en la dureza de una personalidad autoritaria y de contornos apenas veladamente violentos, el Presidente verdadero ha cobijado y nutrido una guardia de cuerpo ideológica que maquilla de contenidos progresoides su retórica.
Lo que de ellos surge inicialmente es la proclama de “no ceder” ante la ofensiva de “la derecha”. Creen que las retenciones móviles son al kirchnerismo lo que Playa Girón al castrismo en 1961. Y como decía Raúl Castro entonces, ahora también el “asetentado” clima de época de la Argentina de hoy se grafica en ese mítico “¡ni un paso atrás, ni pa’ coger impulso!”. El problema es que los agricultores argentinos no son la CIA de los Estados Unidos.
Travestida la firmeza en capricho, mutada la decisión política en unilateralidad discrecional, la Argentina chapotea así en una pelea de barro. Se entrelazan los que ejercen el poder y los que lo padecen, los titulares legítimos de un mandato electoral y más de la mitad de los argentinos que por alguna razón el 28 de octubre pasado no quisieron votar a quien hoy ejerce formalmente la presidencia.
El costado perverso de la coyuntura, empero, ya no puede ser ocultado, ni displicentemente menoscabado. Hay en la conducta del Gobierno una terquedad asombrosa, a la que es imposible comprender racionalmente. Peor aún: hoy se percibe en el aire la certeza de que la razón de ser de la prolongación del entuerto deriva más de una profunda compulsión oficial por humillar a sus enemigos que de una razonada argumentación basada en variables económicas y sociales. ¿Cómo es posible que Kirchner se haya puesto borceguíes para ir a “garantizar” el accionar de los pistoleros de las FARC (que, encima, lo ningunearon) en diciembre último, y no se pueda sentar a pactar algo equitativo con gente como Buzzi, Miguens, Llambías y los otros?
Lucio Domitio Claudio Nerón fue proclamado emperador de Roma a los 17 años por la guardia pretoriana. Su reinado duró de 54 a 68 y el primer lustro fue tranquilo. Sería evocado más adelante como uno de los mejores ciclos de la historia del Imperio. Luego, Nerón se convirtió en un tirano desalmado, un déspota delirante que perpetró toda suerte de vilezas y terminó incendiando en el año 64 la ciudad de Roma, caput mundi, para luego rehacerla a su gusto.
Esa imagen es reveladora de conductas que se repiten a través de los siglos. Se patentiza en la mirada de Nerón cuando ve cómo se quema, por su propia obra, el patrimonio de todos.
¿Una pesadilla? ¿Un presagio?