Agobiado de libros recibidos, de aspirar a tener ideas, de tener que escribir con estilo, de nadar en un mar de compromisos sociales; la redacción de esta columna semanal se parece cada vez más a un sacerdocio. Tengo que trabajar menos. ¿Cómo lograrlo? Mnnn… difícil que surja de mí, especie de Francisco de la crítica literaria, algo que remita al goce del tiempo libre. Pero, ah, cómo envidio a los que sí lo tienen. Por ejemplo, cómo me gustaría ser dirigente de la oposición. Su semana es perfecta: los domingos a la noche se miran el show de Lanata, los lunes y martes pasean por todos los programas del multimedio entonando frases como “Es un escándalo”, “Así no se puede seguir”, “Es una afrenta a la República” y otras por el estilo; el miércoles a la mañana, los más hacendosos elevan una denuncia judicial o arman conferencias de prensa para anunciar decretos de necesidad y urgencia que saben que no prosperarán, y después… ¡Libres hasta el próximo programa de Lanata! ¿Saben qué buenas novelas escribiría yo si tuviera todo ese tiempo? Sí, debería dedicarme a la política. Pero ahora que lo pienso, hay que aprender un montón de saberes que no poseo: cargar bolsos, construir bóvedas, usar corbata, comprar tierras en la Patagonia helada, buscar testaferros… no, nada de eso es para mí. ¡La democracia es un embole! Decepcionado (de mí mismo), vuelvo vencido a esta columna, y a la promesa realizada el domingo pasado de referirme a unas declaraciones del editor y ensayista Fernando Fagnani, en la nota de tapa de este suplemento de hace dos semanas. Ante la pregunta: “¿Existe un estilo literario dominante”?, Fagnani responde: “No lo noto, salvo en un punto: el paulatino descenso del argot en los textos. Creo que hay un efecto de internacionalización que tiende a borrar el habla local”. Es una frase inquietante, con la que tiendo a estar de acuerdo, y que ameritaría una reflexión más larga que los 1400 caracteres con espacios que me quedan. La frase remite –como el raquis de una pluma acariciando un iceberg– a la vieja discusión entre nacionalismo y cosmopolitismo que atravesó la cultura argentina al menos desde la generación del 37 (o quizás desde antes, desde el Moreno lector de Rousseau), entre muchas otras interpretaciones. Más acotado, el enunciado se me vuelve interesante en el contexto editorial de los últimos quince o veinte años, es decir, desde el momento en que el mercado de España comenzó a publicar, de Bolaño en adelante, un inmenso conjunto de escritores latinoamericanos, quizás como nunca antes (incluso muchos de ellos “raros”, como Levrero, por dar un ejemplo de quien sus libros se encuentran hasta en ediciones de bolsillo). Después de dos décadas, quizás sea tiempo de interrogarnos qué efectos sobre las escrituras generó esa situación, qué criterios de legitimidad, de autoridad crítica y editorial resultaron de ese ingreso, qué paradigmas literarios, qué modos de escribir tuvieron éxito y cuáles no. La búsqueda de un castellano internacional es, sin dudas, el efecto más dañino de lo ocurrido. Lejos de mí pretender defender cualquier color local, cualquier nacionalismo trivial (mi propio apellido me lo impide). Pero los efectos del mercado sobre las escrituras es uno de los temas sobre los que debemos seguir y seguir preguntándonos.