A veces oigo la risita discreta del señor Isaac Asimov, y ya sospecho lo que se viene. Porque, claro, ni contestarle ni protestarle puedo porque él cometió el error de morirse hace bastantes años de modo que no sólo no me va a hacer caso sino que hasta es posible que ni se dé cuenta de lo que hago o digo. Y además él tiene razón. Lo que sí puedo hacer es refugiarme en los ecos del (nada menos) señor Albert Einstein, que fue el que dijo eso que me inquieta acerca del peligro de que estemos empollando una generación de idiotas. Se lo digo, estimado señor, porque la computadora acaba de traicionarme otra vez y van, van... qué sé yo, tantas veces van que me suena a que se pasa el tiempo planeando cómo y cuándo va a volver a joderme, ay, disculpe, se me escapó una grosería pero lo que pasa es que estoy levemente (?) molesta. Me traicionó y hasta creo que se sonríe, la muy maldita. ¿Sabe por qué se sonríe, querida señora? Porque le consta que no puedo vivir sin ella y eso es más inquietante aun que la risita del señor Asimov. Me explico: los aparatos, las máquinas son una maravilla, vea. Todos los días (exagero, pero y qué) alguien inventa otro u otra que en pocos segundos se instala en casa con el cuento de que no te preocupes ya vas a ver te haré la vida más cómoda más fácil más agradable, y vas a tener tiempo de escribir siete novelas por año, y una les cree. Y hace bien porque es cierto lo que nos prometen. Pero lo que no nos dicen es que de a poco entramos en un estado casi catatónico de dependencia, sumisión, sujeción y hasta tributo porque la compra y el mantenimiento cuestan mucho pero mucho. Y no podemos vivir sin ellas. Por qué no, caramba. Si la máquina de escribir o la birome y el papel no nos traicionaban nunca, ¿eh? Eran francas, transparentes, leales. No, no me lo diga que ya conozco todos los argumentos. Pero le voy a contar: yo ya empecé y empecé tirando por la ventana el celular. Y no me he arrepentido. Amén.