Los vientos electorales siempre traen novedades. Como los arquitectos de campaña sostienen que la memoria corta gana a la de más largo plazo, faltando un mes y en medio de una crisis económica que ya pasó los tres años de duración y con perspectiva de recién para 2024 poder volver a los bajos niveles de ingreso de 2017; florecen iniciativas de todo tipo. Crédito a tasa 0 para monotributistas, moratorias, promesas de ayuda para paliar los efectos de la pandemia, exención de algunos impuestos lanzados para los grandes contribuyentes o hasta el lanzamiento de ideas singulares de aumentar la presión impositiva que recae en las empresas multinacionales o corporaciones de envergadura para fondear “alientos” para las más chicas. Indudablemente, muchas de estas promesas quedarán en eso o serán una brisa de aire fresco momentánea que no son más que un paliativo en el desierto económico en que se encuentran las Pymes.
Según un estudio reciente de la consultora Claves Información Competitiva, de 2018 a 2021 se dieron de baja un neto 42.000 CUITs de empresas, lo que significó una merma del 5,3 % sobre el total. En total hubo 53.700 bajas y 11.500 nuevos, pero los que empezaron fueron en la categoría de “sin empleados” o, sea, cuentapropistas. Una pandemia productiva que se encarnizó con el principal empleador argentino: el entramado PYME privado.
No debería llamar la atención esa performance o en todo caso es admirable cómo no se hundieron más en el camino, subrayando la resiliencia de muchas organizaciones que se ven acosadas por varios frentes simultáneos. En primer lugar, la asfixia impositiva. En el último estudio del Banco Mundial Doing Business, se calculó la relación de impuestos pagados sobre el beneficio promedio y dio 106%. Esto quiere decir que por cada peso que logra ganar una empresa en Argentina, destina casi 52% para el fisco, sin calcular el enorme peso que tiene una inflación que, como un éxito estabilizador, se logró congelar en 3% mensual: 43% anual proyectada, con precios máximos, sugeridos, tarifas pisadas, ley de góndolas y un cepo cambiario.
Justamente la inflación agrava otra carencia de las Pymes: el crédito. Tradicionalmente, como una manera de amortiguar la ola de emisión monetaria, que se transformó en tsunami con el desplome de la recaudación fiscal en medio de las cuarentenas, la restricción del poco crédito a la actividad privada para colocar bonos del Gobierno o elevar los encajes bancarios, arrinconó a las empresas más chicas, que por definición tampoco pueden acudir con fluidez al mercado de capitales formal o al internacional.
Otro empujoncito más al abismo es el andamiaje laboral argentino, diseñado en la época de trabajo industrial y pleno empleo. De hecho, la ley de contrato de trabajo es de 1975, un pico en las estadísticas productivas nacionales, pero, como le gusta recordar al ministro Martín Guzmán, insostenibles. Una combinación de altas cargas sociales, legislación de dudosa aplicación práctica y tribunales que emboscan por costos de tramitación y tiempos a las empresas que no tienen una estructura jurídica ágil y costosa. Los convenios colectivos están redactados para organizaciones con poder de negociación u otra escala y condenan a las más chicas a un sesgo anti empleo en la elección de la función de producción.
Finalmente, la maraña de regulaciones en los tres niveles de la administración pública, hacen que producir, independientemente del resultado, ya sea un éxito en sí mismo. Y si la base del empleo son las empresas que tienen menos de 50 empleados, la erradicación del trabajo informal, la fragmentación y precariedad laboral camina en dirección contraria a la praxis legislativa que fue invadiendo la política económica de las últimas décadas.
Con este panorama no extraña que más de un empresario PYME esté en listas de candidatos, casi como exhibiendo al ejemplar en peligros de extinción. Pero, a diferencia de lo que hace 30 años se pedía al Estado que les tienda una mano, ahora sólo tienen un reclamo: que se las saque de encima.